sábado, 30 de junio de 2012

San Pedro y San Pablo - Homilía en la Eucaristía celebrada en la Catedral "Nuestra Señora de Loreto"


Con toda la Iglesia estamos celebrando a los Apóstoles Pedro y Pablo. Sobre ellos está fundada la Iglesia de Roma, que preside a todas las iglesias en la caridad. Su sangre común le ha dado solidez a la sede romana.
Así lo canta un antiguo himno de la liturgia católica:
Dichosa tú que fuiste ennoblecida,
oh Roma, con la sangre de estos Príncipes,
y que, vestida con tan regia púrpura,
excedes en nobleza a cuanto existe.

Por eso, todas las iglesias y todos los creyentes volvemos la mirada a la sede de Pedro y al obispo de Roma. Donde está Pedro está la Iglesia. La fe de Pedro es la fe de la Iglesia católica. No queremos profesar otra fe que la que confesó Pedro: “Tú eres el Mesías”.

*   *   *

“Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él” (Hch 12,5).

Hoy, Pedro no está en una prisión. Sin embargo, el sucesor del pescador de Galilea es también un anciano frágil, al menos externamente, que es objeto constante del desprecio de los poderosos y de las insidias del mal.

Hace algunos años, durante su peregrinación a Fátima, el Santo Padre Benedicto XVI les decía a los periodistas que lo acompañaban en el avión que lo llevaba a Portugal, refiriéndose al mensaje de la Virgen sobre los sufrimientos del Papa y de la Iglesia:

La novedad que podemos descubrir hoy en este mensaje reside en el hecho de que los ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la Iglesia, del pecado que hay en la Iglesia. También esto se ha sabido siempre, pero hoy lo vemos de modo realmente tremendo: que la mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y que la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia. En una palabra, debemos volver a aprender estas cosas esenciales: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales. De este modo, respondemos, somos realistas al esperar que el mal ataca siempre, ataca desde el interior y el exterior, pero también que las fuerzas del bien están presentes y que, al final, el Señor es más fuerte que el mal, y la Virgen para nosotros es la garantía visible y materna de la bondad de Dios, que es siempre la última palabra de la historia.

Hoy, Pedro no está en prisión, pero sigue bajo ataque, especialmente desde dentro de la propia barca de la Iglesia. La Iglesia sigue rezando por él con el mismo fervor y la misma fe. Nosotros, como Iglesia diocesana, hemos querido hacer de este día una “Jornada de oración por el Papa”.

Esta oración es, a la vez, acción de gracias por su persona y ministerio, súplica para que el Señor lo defienda y proteja, pero también plegaria ardiente implorando la conversión, la reforma interior de la Iglesia y la santidad de todos sus hijos.

No nos asusta el pecado de los hijos de la Iglesia. Sí nos hace temblar que el espíritu del tiempo y los criterios del mundo sustituyan la novedad permanente y escandalosa de Jesucristo crucificado. Tememos que la vocación universal a la santidad sea opacada por un frío aburguesamiento, la mediocridad espiritual y una especie de “secularización interna” que mata todo. Nos quita el aliento pensar que el anuncio de la fe sea sustituido por una suerte de neoburocracia eclesiástica, más atenta a las formas que a la mística, el espíritu y la fuerza viva de la fe.

Rezamos por Pedro -por Benedicto XVI- para que el Señor haga de su Iglesia una comunidad viva de fe, de amor, de apostolado, de audacia y valentía para esperar el reino que viene, el futuro prometido y que es nuestro Señor Jesucristo.

*   *   *

Miramos al sucesor de Pedro. Oramos por él. Aprendamos también de él las enseñanzas fundamentales de su magisterio.

Dios le ha concedido a su Iglesia, en los tormentosos tiempos que nos han tocado vivir, unos pastores según el corazón de Dios. Pensemos en los papas del siglo pasado: León XIII, San Pío X, Benedicto XV, el gran Pío XI, su sucesor: el Pastor angelicus Pío XII (cuya figura se agiganta cada día más), el beato Juan XXIII, el gran Pablo VI, el humilde y sonriente Juan Pablo I, hasta llegar al Papa magno: el beato Juan Pablo II.

Benedicto XVI no es la excepción. ¿Qué trazos de su persona y magisterio podríamos destacar en esta tarde?

Sin ánimo de ser exhaustivo, quisiera delinear aquí, y muy brevemente, algunos trazos fundamentales de la enorme figura de nuestro querido Sumo Pontífice, el Papa Benedicto XVI.

1. El Papa del primado de Dios en un mundo secularizado

Así lo decía en la homilía de inauguración de su ministerio petrino: “Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida.”

2. El Papa de la fe como encuentro con Jesucristo que transforma la vida

Es tal vez la frase más célebre de su magisterio. También la más rica en contenido doctrinal y espiritual. Está tomada del inicio de su primera encíclica: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est 1).

3. Un papado centrado en lo esencial del cristianismo

Muchos han tratado de dictarle la cartilla a Benedicto XVI, indicándole cuáles deberían ser sus prioridades. Él ha declarado con sencillez: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia”.

Es un rasgo verdaderamente mariano, pues la figura de María pone de relieve la dimensión más profunda de la Iglesia: virgen a la escucha, obediente a la Palabra de Dios.

El Papa del primado de Dios es también el Papa de la Palabra escuchada, acogida cordialmente y hecha norma de la propia vida. Aquí está lo esencial del cristianismo.

4. Un hombre sabio, que no teme preguntarse por la verdad

El que lee al Papa sabe que se encuentra con un hombre que no teme dejarse interpelar por las preguntas más agudas del corazón humano, también de los que se resisten a creer o niegan a Dios. Pero es también un hombre que sabe, a su vez, interrogar, inquietar, sacudir el conformismo de la cultura dominante, ir a fondo en las cuestiones que sacan a la luz la búsqueda más honda del corazón humano: Dios, la verdad, la vida y la muerte.

Es el Papa de la verdad en un mundo y en una cultura que desprecia la sola mención de esta palabra poco políticamente correcta (incluso dentro de la misma Iglesia).

Tal vez aquí radica una de las razones más poderosas de esa especie de constante fiscalización que los medios de comunicación hacen sobre su persona y sus dichos. Una mezcla de temor y de fascinación porque este anciano incómodo suele decir cosas que no dejan indiferentes.

5. Un Papa de la reforma de la Iglesia

Este último rasgo es el que, a mí personalmente, más me toca. Ya como joven teólogo, en los tormentosos días que siguieron al Vaticano II, Joseph Ratzinger pronunció una conferencia con el significativo título: “¿Qué significa renovación de la Iglesia?”. Ha sido recogida junto a otros artículos y ensayos en el volumen: “El nuevo Pueblo de Dios”.

Aquí encontramos, in nuce, el proyecto de reforma que cuarenta años después le ha tocado presidir. ¿Qué supone una auténtica reforma de la Iglesia? ¿De qué se trata? ¿De perseguir al hombre moderno, para adaptarse a sus criterios y a su modo típico de comprender las cosas? La reforma de la Iglesia ¿no es más bien recuperar la forma genuinamente cristiana, lo más cristiano del cristianismo, sin importar demasiado lo que piense el mundo y la opinión pública dominante?

Una auténtica reforma supone esquivar los riesgos del integrismo y el tradicionalismo, que confunden la tradición viva de la Iglesia con las costumbres antiguas, y que pretenden hacer de la Iglesia una fortaleza cerrada en sí misma, al abrigo de los asaltos del mundo. Pero también, el riesgo de quienes creen que hay que ir al encuentro del mundo, quitando de la fe todo lo que pueda escandalizar o inquietar al hombre moderno. Es cierto, con esto se rompe la pretendida campana de cristal que preserva a la fe de la contaminación mundana. El problema es que la misma fe, en este planteo, se convierte en un fragmento más del mundo, insípido, insignificante, irrelevante.

¿Qué es entonces renovación y reforma genuina de la Iglesia? “Renovación -escribía el joven Ratzinger en 1965- es simplificación, no en el sentido de recorte y empequeñecimiento, sino en el sentido de hacerse sencillo, de retornar a la verdadera sencillez, que es el misterio de la vida. Es una vuelta a la sencillez que en el fondo es un eco de la sencillez del Dios único. Hacerse sencillo en este sentido sería la verdadera renovación para los cristianos, para cada uno de nosotros en particular y para la Iglesia universal”[1].

Como Iglesia oramos por el Sucesor de Pedro, el obispo de Roma, Benedicto XVI. Él es el fundamento de la unidad visible de toda la Iglesia. Con él queremos vivir plenamente estos tiempos como momento para una reforma genuina de la Iglesia, reforma que comienza en cada uno de nosotros, en nuestra propia fidelidad a Cristo, a Dios, a la fe.


Así sea.


[1] Joseph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios, Herder (Barcelona 1972) 311-312

jueves, 28 de junio de 2012

Volvamos sobre el celibato


El criterio de la Iglesia católica es clarísimo: solo son ordenados sacerdotes aquellos hombres que hayan dado pruebas concretas de estar llamados por Dios al carisma del celibato por el Reino de los cielos. Es decir: la vocación sacerdotal supone también la vocación al celibato.

El celibato es un carisma, es decir: una gracia especialmente gratuita que Dios da a un bautizado para el bien común de todo el cuerpo místico de Cristo. En el bautismo recibimos la gracia que nos hace hijos de Dios, con los dones y frutos del Espíritu Santo.

Pero cada persona es única e irrepetible. Dios le concede a cada bautizado un conjunto de carismas, también únicos e irrepetibles. El carisma de los carismas es la vocación particular de cada uno. El que encuentra, reconoce y acoge libremente su propia vocación particular encuentra la pieza clave de toda su vida. En torno a ella se articulan armoniosamente todos los demás carismas y gracias recibidos de las manos generosas de Dios.

En este sentido, todos los bautizados somos carismáticos, es decir: hombres y mujeres animados y movidos por el Espíritu de Cristo. Los carismas expresan la libertad del Espíritu que sopla donde quiere.

El celibato o, mejor, la virginidad por el Reino de los cielos es uno de esos carismas que completan y perfeccionan la vocación especial de algunos bautizados.

La decisión de solo ordenar sacerdotes a quienes hayan recibido el carisma del celibato es, valga la redundancia, una decisión de la Iglesia. Es mucho más que una medida jurídica o disciplinar. Es un preciso acto de elección: la Iglesia dice con esta opción qué clase de pastores quiera para sí misma.

Aclaremos, de paso, que el sacerdocio no es una profesión liberal. Es decir: no es una profesión que se elige libremente y que, de alguna manera, supone el derecho a ejercerla según el propio criterio. El sacerdocio ni es un derecho individual, ni es una profesión. Es una vocación a un ministerio eclesial que hace del llamado un instrumento vivo en las manos de Cristo Sacerdote. El sacerdocio es de Cristo y de su Iglesia, mucho más que del cura ordenado. O se es sacerdote como quiere la Iglesia, o se termina siendo una figura patética, incoherente, alienada y desnortada. Si esto no está claro, todo está oscuro.

Es por eso que la Iglesia determina cómo y de qué manera han de ser sus sacerdotes. Como enseñaba sabiamente el beato Juan Pablo II, los candidatos al sacerdocio deben profundizar a lo largo de toda su vida en esta voluntad eclesial que antecede la propia voluntad personal. Profundizarla quiere decir: hacerla propia, identificándola con la propia conciencia y voluntad.

Al ordenar solo a quienes manifiestan haber recibido la llamada gratuita al ministerio sacerdotal y al celibato perpetuo por el Reino de los cielos, la Iglesia ratifica que el sacerdocio no es un funcionariado burocrático, sino que el ministro ordenado es, ante todo, un carismático, un hombre que debe vivir en la libertad del Espíritu de Dios.

Como todo carisma, el celibato es confiado a la libertad personal del que es llamado a esta forma de vida. Aquí radica su grandeza, pero también la posibilidad de su frustración, pérdida o traición. Nada más delicado que la libertad humana. Tampoco nada más frágil.

Ha habido, hay y habrá hermanos que no han podido, por razones variadas, mantenerse fieles a este compromiso de vida. Hoy no ocurre nada diverso de lo que ha ocurrido ayer y, seguramente, ocurrirá mañana. No hay que escandalizarse. Solo orar y pedir por la fidelidad de los llamados. Pero también afanarse por promover una reforma interior y una conversión profunda en la vida de los pastores y de toda la Iglesia, para crear el clima espiritual en el que se puede vivir la fe y la fidelidad a la propia consagración. Mucho más en medio de la corrupción del mundo.

Con el celibato ocurre lo mismo que con todas las cosas valiosas: el amor y la amistad, la fe y la oración, etc. Están confiados a la fragilidad siempre amenazada de la libertad humana.

Por eso, el célibe tiene que elegir, cada día, su consagración total a Dios. Cada día está llamado a decir “amén” con su alma y con su cuerpo.

En realidad, es lo que ocurre con toda vocación o carisma de totalidad. También ocurre así con el carisma del matrimonio en el Señor.

En la sociedad líquida y relativista en la que vivimos, este sí cotidiano se hace más urgente, fascinante, pero también más difícil.

Obviamente, para vivir de forma plena el carisma del celibato (como ocurre con el matrimonio cristiano y la misma fe) es necesario un sentido vivo de Dios, un espíritu sobrenatural de fe, una ascesis permanente para no dejarse tomar por el espíritu del tiempo y los criterios del mundo, una obedediencia cordial a la enseñanza de la Madre Iglesia. Sobre todo, lo que más necesita un célibe es la humidad delante de Dios y delante de sus hermanos. Solo el que vive de la humildad vive en la verdad.

Cuando estas cosas se eclipsan en el corazón del célibe. quedan abiertas las puertas para los peores pecados. Sean estos las pequeñas infidelidad que aburguesan y enfrían el corazón; sean los pecados más groseros.

El célibe ha de ser, ante todo, un orante, humilde y perseverante; un fiel oyente de la Palabra, entrenado en escuchar a Dios más que a sí mismo. El célibato es cuestión del corazón, antes que una cuestión de los genitales. Y de un corazón vuelto humildemente a Dios, como nos enseñó el mismo Jesús. Porque Él es el célibe por excelencia (cf. Mt 19, 12).

La Iglesia ha hecho una opción clara, firme y decidida por el sacerdocio célibe. El sacerdocio célibe se ha ido abriendo paso a lo largo de su historia bimilenaria, es poseedor de riqueza de sentido y de luminosa verdad. En este camino, la Iglesia no va a dar marcha atrás. Escucha con indiferencia el canto de sirena de los charlatanes que la invitan a convertirse en un fragmento más de este mundo caído. La Iglesia mira al cielo, mira al Resucitado. Allí está su verdad.

La Iglesia escucha, impertérrita, la voz de su Esposo. Lo demás es añadidura. 

lunes, 4 de junio de 2012

Ejercitando la fe y la esperanza


Estoy predicando los Ejercicios espirituales a las Monjas carmelitas descalzas de Mendoza. Empecé el pasado sábado 2 de junio y terminaré el sábado 9, a la vigilia del Corpus Christi.

Como los Ejercicios iniciaban con la Solemnidad de la Trinidad elegí como propuesta de oración repasar la revelación y experiencia de Dios en algunas páginas centrales de la Escritura: Abrahám, Moisés, Elías, Isaías, Job. Voy a terminar con el Misterio Pascual, pues allì acontece la revelación escatológica del rostro trinitario de Dios al mundo.

En el horizonte: el Año de la fe que se iniciará, Dios mediante, el próximo 11 de octubre. La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela.

He aprovechado también para leer un librito que reúne cinco radioconferencias de Ratzinger sobre la fe, pronunciadas entre los años 1969 y 1970. Se titula: “Fe y futuro”. Me lo obsequió una querida amiga, con quien compartimos también inquietudes teológicas y espirituales.

De la última conferencia, extraigo el también último párrafo . La conferencia lleva como título una pregunta: "¿Bajo que aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?".

Compartí este párrafo con los obispos en nuestra reciente Asamblea plenaria de Abril pasado. Escribía Ratzinger en el lejano 1969

A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero también estoy totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.  

domingo, 3 de junio de 2012

En la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo


“Bendita sea la Santísima Trinidad: Dios Padre, el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia con nosotros” (Antífona de entrada de la Solemnidad de la Santísima Trinidad).

Como todos los años, después de haber visto desplegarse ante nuestros ojos el misterio de nuestra salvación, cuya culminación es la Pascua de Jesucristo, la Iglesia nos invita a confesar nuestra fe en el Dios uno y trino.

Confesar gozosamente la fe en el Dios amor, alabando y celebrando su santo Nombre. Es la alabanza y adoración que brotan del corazón que comprende, no una sublime especulación doctrinal, sino lo que Dios ha hecho por nosotros: ha tenido misericordia de su pueblo.

La invitación de la Iglesia es alabadar, adorar y dar gracias. Pero no se detiene ahí: en realidad somos invitados a vivir en la Trinidad. A entrar en ella, nosotros que hemos sido sumergidos en su misterio de amor.

Vivimos en la cultura de la disociación y de la desvinculación. La ruptura parece ser la ley suprema del presente: ruptura entre el cuerpo y el alma; ruptura entre el varón y la mujer; ruptura entre padres e hijos; ruptura en el seno de la sociedad; ruptura entre naciones.

La Trinidad ha sembrado la semilla de la unidad en la diversidad. Le ha devuelto la esperanza al mundo. 

viernes, 1 de junio de 2012

Transfusión de sangre, fe y conciencia

El caso de un joven en delicado estado de salud que ha rechazado la transfusión de sangre apelando a su fe como Testigo de Jehová ha despertado comprensibles discusiones.


¿Qué se puede decir desde un punto de vista católico?

Sustancialmente dos cosas. La primera, acerca de la interpretación de los textos bíblicos. La segunda, sobre la dimensión ética de la situación.

1. Desde un punto de vista católico, la lectura e interpretación que los Testigos de Jehová hacen de los textos bíblicos invocados para rechazar la transfusión de sangre es errónea.

Obviamente esto no es un juicio sobre la sinceridad de las personas que profesan esa fe, solo un juicio sobre una de sus afirmaciones que, según nuestro criterio, no es concorde con la enseñanza bíblica.

Los textos de la Sagrada Escritura deben ser leídos e interpretados correctamente. De lo contrario se pueden arribar a conclusiones irracionales y contrarias a la fe. “Un texto fuera de contexto es un pretexto”, solemos decir.

Los textos citados suelen ser:

Génesis 9:3-4: “Todo lo que se mueve y tiene vida les servirá de alimento; yo les doy todo eso como antes les di los vegetales. Sólo se abstendrán de comer la carne con su vida, es decir, con su sangre.”

Levítico 17:13-14: “Y cualquier israelita o cualquiera de los extranjeros que residen en medio de ustedes, caza un animal o un pájaro de esos que está permitido comer, derramará su sangre y la cubrirá con tierra. Porque la vida de toda carne es su sangre. Por eso dije a los israelitas: «No coman la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne es su sangre. El que la coma, será extirpado»”

Hechos 15:28-29: “El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós».”

Aquí destacamos tres cuestiones de interés para nuestro tema: 1) En los textos arriba citados y otros similares, se trata de sangre de animales, no de hombres; 2) Se habla de “comer” o “ingerir” sangre, no de su uso para la transfusión, por entonces obviamente desconocido; 3) La identificación entre “vida” y “sangre” debe entenderse a la luz de la mentalidad y lengua semíticas que son concretas y, de esta manera, entiende los conceptos abstractos (en este caso: la vida es entendida por la realidad palpable de la sangre). Nosotros hablaríamos de una metáfora: hablar de “sangre” para expresar el misterio de la “vida” que se recibe y se da.

Se trata, como dije más arriba, de leer bien los textos; pero también de interpretarlos correctamente. Porque los textos bíblicos tienen que ser siempre interpretados, si no se cae en lo que se llama el fundamentalismo bíblico, que le hace decir a la Biblia cualquier cosa, incluso sacar conclusiones terribles.

Una lectura e interpretación católica de la Biblia tiene en cuenta la unidad de toda la Sagrada Escritura y su coherencia con el mensaje central de la fe que es la salvación obrada por Jesucristo, el que derramó su sangre para el perdón de los pecados y entregó su vida por nosotros.

Desde esta perspectiva, la donación de sangre para las transfusiones no solo no es un acto prohibido por la fe sino un acto de exquisita caridad.

2. La segunda cuestión es, tal vez, más compleja. Formulado a modo de pregunta podemos decirlo así: ¿Es moralmente lícito respetar la conciencia de un paciente aunque se trate de una conciencia errónea invencible?

No hay que olvidar que estamos en presencia de un caso particular que, como tal, debe ser abordado para encontrar las respuestas éticas adecuadas. Aquí lo hacemos desde una distancia en la que no se perciben con claridad las circunstancias que hacen al caso. Es la cuestión ética que se juega en situaciones como las que vive este joven enfermo. No se trata sencillamente de aplicar principios doctrinales -importantes sin duda-, sino de escuchar el mensaje moral que brota de la realidad. La moral católica nos enseña que, para valorar moralmente una situación, hay que tener en cuenta tres fuentes: el objeto, el fin y las circunstancias de los actos morales.

Recordemos también que la conciencia es norma próxima de conducta. A nadie le es lícito obrar contra su conciencia, o violentar la conciencia de un tercero. La conciencia es el jucio práctico sobre la bondad o malicia de mis actos, ya realizados o por realizar. Para los creyentes, en la conciencia resuena la voz de Dios y de su sagrada Ley.

Las personas, sin embargo, pueden tener una conciencia mal formada y, por tanto, formular jucios errados sobre sus propios actos. Cuando no hay posibilidades reales de superar ese juicio incompleto se dice que estamos en presencia de una “conciencia errónea invencible”.  Sin embargo, como para quien está en esta situación la voz de la conciencia contiene un imperativo moral personalísimo, no puede ser violentado a obrar contra su propia conciencia. Es cierto: en la medida en que esto no suponga daños a terceros. Queda en pie la necesidad de ayudar a las personas con conciencia errónea a superar las lagunas o juicios falsos sobre sus actos. La meta es siempre una conciencia recta.

En el caso que nos ocupa hay que distinguir dos situaciones concretas. La primera, cuando estamos en presencia de un menor enfermo. En este caso, ante la negativa de sus padres a suministrarle la transfusión de sangre, los profesionales de la salud tienen que recurrir al juez para que se realice la intervención y se salve la vida del enfermo. Prima el bien superior del niño por encima del derecho de sus padres.

La segunda situación es la de un adulto. Aquí, prima el derecho de la persona a obrar según su conciencia, en este caso, religiosamente orientada, aunque errónea. El médico tratará de explicar con delicadeza y respeto las implicancias de negarse a la transfusión. Podrá también estar atento a un cambio de actitud del enfermo en el transcurso de la enfermedad. Sin embargo, nunca podrá obrar contra la conciencia del enfermo debidamente manifestada. Es decir: no se podrá recurrir a la transfusión de sangre.

Obviamente, la ley ha de respaldar a los profesionales de la salud que se encuentran en esta última situación, para que no se atribuya a su negligencia lo que en realidad es una decisión del paciente.

La vida física es un valor fundamental, aunque no absoluto. Los valores éticos y religiosos son superiores, y tienen el primado en la vida personal: desde ellos se define la estatura espiritual y moral de una persona. Por ello, una persona puede, en un caso determinado, subordinar su vida física a los valores espirituales que son sus convicciones más íntimas. Aquí se funda, por ejemplo, la fuerza del martirio, del arriesgar la vida por salvar a los semejantes o en defensa del bien común.

Con estos planteos nos encontramos cerca de los fundamentos de la objeción de conciencia como un derecho humano fundamental, vinculado a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia. Un tema que -según creo- tendrá que ocuparnos cada vez con mayor fuerza en la sociedad plural que estamos gestando.

En todo esto se trata, sin dudas, de una situación límite para todos: familiares, profesionales de la salud, jueces y, sobre todo, para los enfermos. El desarrollo de la sociedad plural nos va a poner en más de una ocasión como esta ante situaciones donde la ley, la atención sanitaria y, sobre todo, la cercanía humana tendrán que respetar la opción de vida hecha por las personas que quieren ser fieles a su conciencia personal, en la que escuchan la voz de Dios o de los grandes valores éticos de la humanidad.

El primado de la conciencia es el primado de la persona, sujeto, centro y fin de toda la vida social.