sábado, 21 de junio de 2014

Corpus 2014: Felices los que creen, adoran y comparten el Pan

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor
Sábado 21 de junio de 2014
Un pueblo peregrino, cansado de un fatigoso camino. Ha sentido corporalmente sed y la necesidad de pan.
Dios lo ha probado, conociendo el fondo de su corazón. No lo ha dejado solo. Lo ha sostenido en su debilidad. Lo ha alimentado con un pan misterioso, profecía del pan eucarístico de Jesús.  
Así nos presenta la primera lectura al pueblo de Israel peregrino en el desierto.
Ese pueblo somos nosotros: la Iglesia del Señor. Es nuestra Iglesia diocesana de San Francisco.
La prueba más fuerte del camino: olvidar a Dios. Podríamos decir también: perder las raíces, una amnesia de la propia identidad.
La Eucaristía es precisamente el antídoto que mantiene vivo el recuerdo: es el memorial del sacrificio pascual de Jesús.
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Para la celebración de este año del Corpus Christi les he propuesto una triple bienaventuranza: Felices los que creen. Felices los que adoran. Felices los que comparten el Pan.
Les ofrezco un breve comentario de la misma.
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Felices los que creen
Lo sabemos bien: creer es mucho más que una fría afirmación teórica de la existencia de Dios.
Creer es entregar toda la vida. Involucrarse en serio. Es ponerse en camino. Los antiguos así describían el acto de fe: credendo in Deum ire. Creyendo en Dios me pongo en camino hacia Él.
Creo si camino. Aprendo a creer caminando en la fe. Arriesgándome a caminar, a buscar y perderme, a levantarme de la fatiga para seguir caminando.
Como un niño que aprende a caminar mirando fijamente los brazos de su padre que lo esperan y lo estimulan. Le dan seguridad en la medida en que lo hacen caminar con las propias piernas.
Creer en Dios es aprender a confiarme a Él, a confiarle las riendas de mi vida. Aprender a estar en Sus manos.
Quien entra por este camino experimenta una alegría incomparable. Una vez que conquista el corazón nunca lo deja.
¿Por qué? Porque es la alegría de Dios en nosotros.
Solo el pecado puede arrancarla. Pero Dios es fiel. No se cansa de volcarla generosamente y, así, atraer el corazón perdido.
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Felices los que adoran
En esta catedral tenemos la capilla de adoración perpetua. Es una cosa maravillosa. Un verdadero espacio de gracia.
Nuestra orgullosa ciudad tiene en esta capilla un centro luminoso de salvación. Aquí se adora al Señor humilde.
Pero ¿qué es adorar? ¿Qué significa “adoración”? El sabio papa Benedicto XVI se lo explicaba así a los jóvenes:
Adoración es unión con Dios. Un Dios que nos sobrepasa y está siempre más allá de todo lo que podemos imaginar. Adorarlo es unirnos a Él, descubriéndolo vivo en nosotros.
Adoración -añade el papa- es sumisión humilde de la creatura a su Creador. Un libre ponerse de rodillas ante su Majestad infinita.
Pero es, sobre todo, “amor”. Así lo explica: “La palabra latina adoración es adoratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser” (Homilía en Colonia 21/VIII/2005).
Esta humilde capilla, escondida a la mirada de los curiosos, es lugar de incontenible felicidad: la alegría del creer en el Dios con nosotros y, por eso, de adorarlo humilde y amorosamente.
¿No lo experimentan así los adoradores, incluso los ocasionales?
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Felices los que comparten en Pan
Creer y adorar conllevan una alegría desbordante: ¡cómo no compartir lo que ha llevado tanta plenitud a nuestra vida! ¡Cómo no compartir el pan que es Jesús el Señor!
Dios se ha hecho amigo y compañero, motor y meta de nuestro camino. Se nos ha dado como alimento para este caminar.
¡Esa es nuestra perla preciosa por la que vale la pena venderlo todo, el tesoro inestimable que llena el corazón de alegría!
Esa es la experiencia que, cada domingo, hacemos en la Eucaristía que nos reúne, alimenta y envía.
Queridos hermanos y hermanas cristianos: ¡Cómo no compartir ese pan sagrado y vivificante!
Celebrada con fe, la Eucaristía marca a fuego nuestra forma de existir, de actuar y de sentir. Comulgar con el Pan vivo nos transforma a nosotros mismos en pan para nuestros hermanos.
La Eucaristía pone en marcha un dinamismo imparable de servicio. Se proyecta más allá de la vida eclesial en la sociedad misma, en cada familia, en la convivencia ciudadana, en el compromiso político, en la cultura del encuentro y la solidaridad, incluso en el noviazgo, la amistad, la diversión y el deporte.
Que la Eucaristía vaya modelando nuestra vida de discípulos misioneros del Evangelio de Cristo.
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Creer, adorar y compartir
Queridos ministros extraordinarios de la comunión:
Al encomendarles este servicio, los invito a experimentar la alegría de creer, adorar y compartir el Pan de la Eucaristía.
Ayudarán al sacerdote a repartir la sagrada Hostia en cada Misa. Llevarán la Eucaristía dominical a los enfermos. Ellos son los miembros más eminentes del cuerpo místico de Cristo.
Sirvan con humildad el cuerpo eucarístico de Cristo y con veneración a sus hermanos más vulnerables y sufrientes.
Aprendan el arte de celebrar el culto divino, pues la liturgia de la Iglesia trae el cielo a la tierra. No haya nada de vulgar, displicente o apresurado en su servicio. Cultiven, para ello, el santo temor de Dios como expresión de delicadeza interior y de amor filial. Déjense guiar por la Iglesia y su liturgia. Ella sabe cómo celebrar.
Creer, adorar y compartir. Tres verbos para una genuina y profunda espiritualidad eucarística.
Son el secreto de la felicidad según el Evangelio. Para esta vida mortal, breve y limitada, pero anticipo cierto de la alegría del cielo en la visión cara a cara. Allí, nuestra alegría será completa.
María y José, custodios del misterio, sean nuestros modelos.
Así sea. 




                

miércoles, 11 de junio de 2014

LA VIDA COMO VOCACIÓN


 


 

En el lenguaje de la Iglesia, y sin desmerecer otros usos, "vocación" es una palabra fuerte. El sujeto es Dios. Él es el que llama. El hombre escucha y responde. En este sentido, vocación y libertad corren parejas. Pero es fuerte también en otro sentido: la llamada de Dios no se dirige primariamente al ámbito de lo que uno tiene que hacer (esto siempre viene en segundo término, como el fruto de la planta), sino a lo que uno tiene que llegar a ser. La vocación toca lo más profundo de la persona: su identidad y su pertenencia. No es casual que, en la experiencia cristiana, la vocación se despierta y se consolida en la plegaria silenciosa. El orante va a la oración para escuchar la voz de Dios, no su propia voz.

Esto vale para la vocación sacerdotal, pero también para todas las demás vocaciones cristianas: el matrimonio, el celibato, y un etcétera bien generoso. Haciendo así, Dios se muestra muy creativo. Como un artista, cuyos recursos son inagotables, y siempre sorprendentes.

Aquí ya tocamos -a mi juicio- la zona más delicada del problema vocacional. Aquí se concentran también los obstáculos más serios para que un joven, en la cultura débil hoy reinante, pueda hacer esta experiencia. ¿Hoy se comprende espontáneamente la propia vida y el propio futuro como una llamada, como una vocación? ¿Y que esta llamada tiena a Dios como sujeto provocador? Tengo mis serias dudas de que incluso dentro de la misma comunidad cristiana estemos ayudando a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a mirarse de esta manera. Una cultura débil, cuyo dogma indiscutible es el sujeto individual, desemboca también en una religiosidad débil, centrada en los sacudones emotivos, pero sin raíces ni frutos. El sujeto solo se escucha a si mismo. Poco tienen que decirle Dios y los demás.

Lo contrario es la experiencia de la fe; o, para ser más precisos, lo que llamamos una "fe viva". Es decir: algo más que un vago sentimiento religioso. Es la fe que llega a determinar la vida misma de la persona. La fe arranca al hombre del encierro sofocante de su propio yo. El primer creyente de la Biblia -Abrahám- inició su aventura de fe cuando se puso en camino, espoleado por una llamada y una promesa (cf. Gen 12,1-3). El mejor clima para las vocaciones (las sacerdotales y las otras) se da cuando el joven puede conjugar en primera persona el verbo creer y hacer esta experiencia de salir de si: "Creo en Ti, Señor".

Este paso nunca ha sido fácil. En otros tiempos, el ambiente ayudaba más. Lo cual no es poca cosa. Sin embargo, el paso hacia una fe personal ha sido siempre el principal desafío espiritual de todo creyente. Desde los primeros discípulos de Jesús hasta hoy, y hasta que suene con absoluta nitidez la trompeta del juicio final.

domingo, 1 de junio de 2014

Los divorciados en nueva unión son Iglesia

La Iglesia no condena a los católicos divorciados vueltos a casar. Son sus hijos e hijas. Es madre: los ama y busca acompañarlos en su situación concreta de vida. Con el papa Francisco se está movilizando nuevamente para profundizar su acompañamiento.

Como a todos, les sigue mostrando con perseverancia el Evangelio de Jesús. Los invita a la fe y a la conversión, a la esperanza y a la oración. A vivir intensamente el amor de Cristo. Confía en la acción del Espíritu en sus corazones. Por eso, también la Iglesia sufre y llora con ellos la ruptura, que nunca es un paso querido ni vivido con frialdad. Deja heridas que lo son también del cuerpo de la Iglesia.

Es cierto: no deja de señalar la gravedad de estas rupturas. Lo hace por la conciencia fuerte de lo que significa el sacramento del matrimonio: los esposos cristianos son signo del amor indisoluble de Cristo por la Iglesia. Entre esa unión indisoluble y el sacramento de la unidad se da un vínculo de recíprocidad: el matrimonio lleva a la eucaristía, y la eucaristía al matrimonio.  

Esa es la belleza del Evangelio del amor humano y la familia que la Iglesia no dejará nunca de predicar a quienes sienten la llamada al matrimonio. Mucho más cuando la cultura ambiente y la legislación civil van en la dirección contraria.

La ruptura se hace, muchas veces, ineludible. Para el discípulo de Jesús es mucho más que sufrimiento psicológico. Toca lo más hondo de su persona como creyente y de su respuesta a Dios. Obviamente, muchos dan el paso de unirse nuevamente en pareja. Lo hacen también por motivos diversos. En su nueva unión, rehacen sus vidas y encuentran calidad humana para vivir como personas y educar a sus hijos.

Repito: la Iglesia, aún señalando la gravedad de la ruptura, no condena a las personas. Solo Dios ve lo que hay en el fondo del alma de cada uno de nosotros y jamás abandona a nadie. Tampoco a los bautizados en nueva unión. Los invita, no obstante todo, a la celebración eucarística, consciente de que incluso sin la comunión sacramental, la sagrada eucaristía es valiosa y significativa, capaz de obrar milagros en el corazón de quien celebra con fe el sacrificio pascual de Jesús. De todas formas, reducir la pastoral familiar a la cuestión de si pueden o no comulgar es precisamente eso: una reducción.

La pastoral familiar tiene aquí desafíos de largo alcance. La Iglesia va a seguir buscando los caminos adecuados para acompañar a los separados en nueva unión. Pero su acción pastoral busca, sobre todo, que se viva en profundidad, con perseverancia y alegría la buena noticia del matrimonio según el Evangelio.

Muchos jovenes piden el matrimonio no solo sin tener en claro lo que implica el sacramento, sino también con una increíble confusión de lo que es asumir y vivir como esposos. El inicio sexual precoz no supone automáticamente madurez psicológica y espiritual. Tampoco ayuda la legislación vigente (o la que vendrá) que camina cada vez más hacia la precarización de los vínculos. La palabra “matrimonio” comienza a significar cosas distintas en la legislación civil, en la cultura ambiente y en la fe católica.

El desafío de fondo para la Iglesia es: como ayudar a los bautizados, especialmente a los más jóvenes, a preparar un proyecto de vida matrimonial y familiar que tenga futuro. Qué actitudes, qué convicciones y qué opciones de fondo han de madurar en sus vidas para fundar una familia. Habida cuenta incluso que esta elección será, cada vez más, contracultural. 

El camino sinodal está abierto. El Espíritu está alentando el caminar de la Iglesia, despertando en ella el deseo de ser fiel, sobre todo, al designio del Creador sobre el varón y la mujer y al Evangelio, en medio de este mundo, más necesitado que nunca de la luz de Cristo.


Por nuestra parte, oramos y confiamos. 

jueves, 29 de mayo de 2014

Según el papa Francisco el celibato es un don para la Iglesia


El papa Francisco ha dicho dos palabras sobre el celibato en su viaje de regreso de Tierra Santa. Aquí una traducción de sus palabras:

La Iglesia Católica tiene curas casados. Católicos griegos, católicos coptos, hay en el rito oriental. Porque no se debate sobre un dogma, sino sobre una regla de vida que yo aprecio mucho y que es un don para la Iglesia. Al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta. Pero en este momento no hemos hablado de esto con el patriarca Bartolomé porque es secundario, de verdad. Hemos hablado de que la unidad se hace en la calle, haciendo camino. Nosotros jamás podremos llegar a la unidad en un congreso de teología. Hay que caminar juntos, rezar juntos, trabajar juntos.

En 2004 escribí un artículo para el Diario Los Andes de Mendoza sobre el celibato. Fue en el contexto de la polémica siempre encendida sobre el celibato de los curas. Lo transcribo a continuación.

El celibato sin tapujos

He pensado mucho si decir algo sobre el celibato. Vencida la incertidumbre inicial, he tenido que pensar qué decir. La polémica nuevamente se ha encendido. Reconozco que, en líneas generales, la opinión pública tiene la cosa muy clara: el celibato contradice las expectativas espontáneas del hombre. “Es antinatural”, se añade con toda naturalidad. Debería, pues, desaparecer. Hablar del celibato es recorrer una larga lista de infortunios: represión, abuso de menores, sexualidad clandestina e hipocresía.  

Al respecto, solo queda invitar a la objetividad y al análisis sereno. Muchas de esas calamidades tienen como protagonistas a hombres y mujeres felizmente casados. De todas formas, no es lo que ahora me interesa decir. Otros lo han hecho con suficiente claridad y competencia. Mi aporte es más bien personal. Lo hago desde mi propia experiencia como hombre, como creyente y como célibe.

Me he preguntado varias veces qué condiciones hacen posible una vida célibe auténtica. La inquietud viene a cuenta de mis propias vivencias, pero también de la aventura de acompañar -con un fuerte compromiso interior- a los jóvenes que se preparan para ser sacerdotes. Mi síntesis personal -ni exhaustiva ni excluyente- se concentra en tres puntos:

1. Un célibe, ante todo, ha de creer realmente en Dios. ¿Es esto algo obvio? De ninguna manera. Un teólogo a quien mucho aprecio -Karl Rahner- habló una vez del “ateísmo reprimido” que anida en el corazón incluso de los hombres religiosos. En un contexto cultural dominado por el escepticismo, la fe viva y vivida ha dejado de ser un presupuesto obvio y se ha convertido en un desafío cotidiano. Cada día es perentorio decir: “Creo, Señor, pero aumenta mí fe”. Se trata de una fe en Dios de tal magnitud que -tarde o temprano- no puede sino resolverse en amor incondicional: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu …”. La virginidad es la radicalización, en un hombre o mujer concretos, de estas totalidades. Fe, amor y, por supuesto: oración. ¿Puede haber algo más contradictorio que un célibe que no ore o que se muestre renuente a la plegaria?

2. Un célibe ha de amar mucho, y amar en serio. Me explico. Para mí, como cura, uno de los aprendizajes más grandes y decisivos de la vida ha sido el tener que involucrarme -superando mi natural timidez- con aquellas personas que Dios ha puesto en mi camino. Involucrarse quiere decir: llevar en el corazón personas y situaciones, a veces en vigilia nocturna porque no se logra conciliar el sueño. Significa también salir al encuentro, en ocasiones con ternura casi materna, en otras con el rostro impertérrito y adusto (aunque por dentro nos estemos muriendo). Me gusta mucho repetir una frase de Juan Pablo II: el cura -dice el anciano Papa- ha de amar a su pueblo “con un amor más grande que el amor a sí mismo”. Esto es decisivo. Se trata, en el mejor de los casos, de responder con amor desbordante a quien muestra aprecio y gratitud. Pero, y aquí está lo decisivo, a permanecer fieles al amor cuando llega el frío, la oscuridad y el rechazo. Y esto ¿cuántas veces? Aparece entonces el adverbio tan temido: “siempre”, para siempre. El mejor ejemplo: Aquel que atraviesa la Pasión sólo con amor, voluntad de darse y perdonar. Es Cristo, el célibe más insigne del cristianismo.

3. Un célibe ha de ser, en última instancia, una persona humilde. ¡Atención: no apocado o acomplejado, sino humilde! Es decir: con la humildad que es verdad sobre si mismo, sobre Dios y los demás, al decir de Teresa de Ávila. ¡Verdad, no desinhibición! En este sentido, el pecado más grande contra el celibato no es la trasgresión sexual, por lo general debilidad más que malicia, sino el orgullo jactancioso del que se siente superior y, por lo mismo, solo tiene palabras desafiantes. Es la soberbia del que cree bastarse a si mismo, descreyendo de todo y de todos. Mucho de lo dicho “sin tapujos” en estos días tiene que ver con esto.

El día en que estos valores fuertes no puedan ser abrazados por un joven con mucha ilusión y la dedicación perseverante de sus energías afectivas más entrañables, todos habremos perdido algo importante en el camino hacia una humanidad digna de ese nombre. No solo la Iglesia. Todos.

No pretendo convencer a nadie acerca del valor del celibato. Eso ya lo he aprendido. La convicción, en este tema, nace del riesgo sin cálculos de la libertad. La palabra ilumina la experiencia y confirma la intuición. Aquí solo he querido comunicar mucho de lo que siento, vivo y pienso.

lunes, 19 de mayo de 2014

Cambio de hábito

Voy a decir algo poco políticamente correcto. O, mejor: algo poco “eclesiásticamente” correcto.

No estoy de acuerdo con que una religiosa cante en un concurso de música de televisión. Aunque cante bien.

No es eso lo que la Iglesia espera de la vida consagrada. ¿Hay que explicarlo? ¿Sinceramente hay que explicarlo?

Tampoco me hago muchas ilusiones de que haya quien comparta esta valoración de las cosas. En definitiva es materia opinable (¿lo es?).

Creo que estamos llegando a un punto en el que "el modelo de Iglesia que queremos ser" lo ofrece aquel film protagonizado por Whoopi Goldberg, “Cambio de hábito”.

Un film ligero y simpático. Hasta anodino. Para pasar el momento sin demasiadas preocupaciones. La Goldberg es buena comediante.

El punto es este: cuando la Iglesia hace lo que tiene que hacer el templo queda vacío. Si la celebración de la Misa y la predicación ceden su lugar a un coro -digamos así- animado, se llena. Hasta el bueno de Juan Pablo II aparece visitando la Iglesia "exitosa"


En fin: una Iglesia “moderna”, que se ha puesto a la altura de los tiempos que vivimos…

domingo, 18 de mayo de 2014

71 Peregrinación al Santuario de María Auxiliadora en Colonia Vignaud (18 de mayo de 2014)

El contacto asiduo con Jesús despertó en los discípulos inquietudes profundas.

“Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”, es la súplica de Felpe a un Jesús que acaba de declarar: “Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre” (cf. Jn 14,7-8).

San Lucas nos cuenta que, una vez, viendo a Jesús en oración, los discípulos no pueden dejar de suplicarle: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos” (Jn 11,1).

Jesús es realmente Maestro. Despierta la sed de la verdad en el corazón de sus discípulos. Así su palabra, que es verdad, encuentra terreno fértil para dar fruto abundante.

Jesús despierta inquietud, sed de verdad, saca a la luz las esperanzas más hondas del corazón humano.

Despierta, sobre todo, la sed más profunda del corazón humano: ver el Rostro de Dios, entrar en comunión con Aquel que es la Vida, el Dios vivo de quien todo procede y hacia el que se dirigen todos los caminos del hombre.

Ese Dios al que Jesús está unido inseparablemente, es el Hijo amado, una sola cosa con el Padre. Unido en la comunión del Espíritu.

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Como todos los años nos hemos puesto en camino hacia este santuario dedicado a Nuestra Señora bajo el título entrañable de “María auxiliadora”.

Aquí también, gracias sobre todo a la labor ingeniosa, paciente y perseverante, de los salesianos se despiertan las inquietudes más profundas del corazón humano.

Este lugar es, a la vez, casa de María y escuela de vida para tantas generaciones de niños, adolescentes y jóvenes que, en contacto cotidiano con el trabajo del campo, la presencia cercana de tantos maestros -hombres y mujeres- aprenden los secretos de una vida humana auténtica.

Sigue siendo un lugar de peregrinación para quienes tal vez ya no sean tan jovencitos, pero que siguen sintiendo en lo más profudo de sí mismos la inquietud de la verdad, la sed nunca acabada de contemplar el Rostro de Dios en el rostro amable de la madre de Jesús. 

¡Aquí sigue vivo el espíritu y el alma de Don Bosco! Él también supo despertar los corazones jóvenes a la búsqueda de los secretos más hondos de la vida.

Don Bosco, educador de alma, santo con la santidad de Jesucristo, seguí educándonos para la vida, con el Evangelio en la mano.

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Días pasados, los obispos argentinos ofrecimos una palabra sobre algunos aspectos de la vida de nuestra patria.

Con una imagen fuerte ofrecimos un diagnóstico complejo: nuestra sociedad -dijimos- está enferma de violencia.

Están enfermos nuestros vínculos, nuestra manera de mirarnos y reconocernos, unos a otros.

Pero no nos contentamos con esto. Recurrimos a la palabra de Jesús. Somos pastores del pueblo de Dios, pero mucho más profundamente, somos creyentes y discípulos que buscan en el Evangelio la palabra que ilumine la vida.

¿Qué encontramos? Algunas palabras sabias y luminosas de Jesús: “Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones” (Mt 15,19).

La consoladora enseñanza: “Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

Pero sobre todo, la bienaventuranza de la paz: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,4).

Queridos hermanos y hermanas:

¿Qué traemos a los pies de María auxiliadora en este día de peregrinación, de camino humilde y creyente?

Traemos nuestro corazón herido, para que Jesús lo cure. “El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura del encuentro” (CEA, Felices los que trabajan por la paz 10).  

Aquí, en este santuario, donde Jesús Maestro despierta las inquietudes más profundas del corazón humano, pedimos al Señor que sea además Médico que sane nuestros vínculos, que nos enseñe a recobrar el valor de la vida, y a trabajar para educar y educarnos para la paz.

Así sea. 

martes, 13 de mayo de 2014

Nuestra Señora del Rosario de Fátima, patrona de la Diócesis de San Francisco

Las cuatro estrofas del Ave María de Fátima resumen con sencillez un mensaje sorprendentemente actual.

Cuatro brevísimas estrofas que seguramente sabemos de memoria, con la misma sencillez del Evangelio de Jesús:

El trece de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría.
A tres pastorcitos la Madre de Dios descubre el misterio de su corazón.
Haced penitencia, haced oración; por los pecadores implorad perdón.
El Santo Rosario constante rezad y la paz del mundo el Señor dará.

Como Iglesia diocesana tenemos a la Virgen del Rosario de Fátima como patrona.

Es una gracia y también una misión. La gracia nos llena el corazón de gratitud y de alegría. Y la alegría es contagiosa: ahí nace la misión.

Esas cuatro estrofas respiran el Evangelio. Meditemos en ellas brevemente.

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El trece de mayo la Virgen María
bajó de los cielos a Cova de Iría.

Digamos así: la Virgen se nos adelantó. Nos ganó de mano. Nos primereó, como dice el papa Francisco.

Si hoy sentimos la urgencia de ser una Iglesia “en salida” es porque María nos abrió el camino.

Ella va delante: sale al encuentro de los hombres.

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A tres pastorcitos la Madre de Dios
descubre el misterio de su corazón.

Como el Dios de los pobres, el Padre de Jesús, María tiene sus predilectos: son los pobres, los pequeños, los últimos, los olvidados, los descartados, los simples.

Sabemos sus nombres: Lucía, Jacinta y Francisco. Ni siquiera sabían rezar el Rosario.

A ellos, María les descubre el “misterio de su corazón” que no es otro que el reflejo de la misericordia y de la ternura de Dios que quiera salvar al mundo.

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Haced penitencia, haced oración;
por los pecadores implorad perdón.

Dios quiere salvar. No tiene otra intención, ni busca otra cosa. Dios sale a buscar al pecador, como el buen pastor la oveja perdida, o la viuda pobre la moneda extraviada.

Oración, penitencia y pecadores son tres palabras claves del mensaje de Fátima.

Oración, sobre todo de adoración y alabanza. El Ángel de paz enseñó a los tres niños una preciosa oración que se aprendieron de memoria: “¡Oh Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo! ¡Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, no te aman!”

Penitencia: Fátima es una invitación a volver el corazón a Dios, pues la raíz de toda violencia está en el olvido de Aquel cuyo nombre es Amor, paz y misericordia.

Pecadores: Fátima no juzga a los pecadores. Es una invitación a sentirse solidarios con todos los que andan extraviados. Como Santa Teresita que deseaba sentarse a la mesa con todos los pecadores. ¿No hacía así el mismo Jesús?

*     *     *
El Santo Rosario constante rezad
y la paz del mundo el Señor dará.

El Rosario es el Evangelio hecho oración, y una oración que pasa por nuestros dedos, por nuestros labios y por nuestro corazón.

El Evangelio rezado con el corazón de María.

La paz que trae la oración del Rosario no es mágica.

Cuando rezamos bien el Rosario, a medida que nuestro corazón se acerca a Jesús y los misterio de su vida, nuestra vida se va pacificando.

Dejamos entrar la paz de Dios en nuestros corazones y nos convertimos en artífices de paz.

Jesús dijo -y los obispos argentinos acabamos de recordarlo- que son felices los que trabajan por la paz. Serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,4).

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El papa Francisco ha escrito en su hermosa Exhortación Evangelii gaudium:

Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio. (EG 20)

Ya lo dije: la Virgen nos ganó de mano. Salió en Fátima al encuentro de los que necesitaban la luz del Evangelio.

Nuestra Iglesia diocesana la mira con alegría y deseo de aprender a ser y a hacer como ella.

Seguramente seguiremos madurando nuestro Plan de Pastoral que nos habla de una evangelización “más cercana a la vida” de las personas.

¡Qué no nos falten las actitudes profundas, evangélicas y humanas de Nuestra Señora!

La conversión misionera que necesita la Iglesia no es tanto de estructuras, ni de metodologías, menos aún de papeles o reuniones.

Es una conversión del corazón. En Fátima, María les mostró su corazón a tres niños.

Fue, como dice el papa Francisco, una “madre de corazón abierto” (cf. EG 46-49).


Pensemos en eso en este día de nuestra fiesta patronal diocesana.

domingo, 27 de abril de 2014

Juan XXIII y Juan Pablo II: dos santos, una Iglesia

Juan XXIII y Juan Pablo II han sido canonizados. De esta manera, la Iglesia católica no solo reconoce que están en el cielo gozando de la visión beatífica, sino que los propone como ejemplos de vida cristiana y autoriza su culto público en toda la Iglesia.

San Juan XXIII y san Juan Pablo II.

La santidad cristiana es, a la vez, una y católica. Es una porque Dios es uno, Cristo es uno y en la unidad está la salvación. La santidad cristiana es una porque es configuración con Jesucristo y perfección de la caridad de Cristo. Esa es su esencia indivisible.

La santidad cristiana es también católica. Porque dada ya en germen en el bautismo se abre paso en cada vida cristiana tomando la fisonomía de cada vocación. Es la santidad de los esposos, de los consagrados y de los pastores. Es la santidad de los doctores, de los mártires y de las vírgenes, no menos que de los místicos, los confesores, varones o mujeres, jóvenes, ancianos o niños. Es la santidad de los que, desde niños conocieron a Cristo, o de los que se convirtieron a Él ya entrados en años y, tal vez, después de una vida de vicio, pecado o simplemente indiferencia.

No hace falta ser un genio para ser santo, tampoco tener una voluntad de hierro o saber a la perfección las ceremonias del culto. Lo que hace santo o santa a una persona es la pujanza del amor de Cristo en su corazón y, desde allí, en toda su existencia: mente, corazón, libertad, sentimientos, actitudes, comportamientos…

Es la santidad de los grandes místicos que viven intensamente la comunión con Dios. Pero también es la santidad de los que llevan hasta las últimas consecuencias el compromiso ético por la verdad, la justicia, la dignidad de los más pobres.

Es la santidad de los hombres y mujeres amantes de la tradición, un poco conservadores y tradicionales, aunque no integristas. O la santidad de los arrojados, los que sueñan con cambiar lo cambiable en la Iglesia, los llamados “progresistas”.

Unos y otros, sin embargo, si son santos aman profundamente a la Iglesia y nunca se sientan en la vereda de enfrente para tirar piedras a los “otros”, a los que califican, desde su soberbia, como estúpidos, poco evangélicos, mundanos o vaya a saber qué calificativo inventado por la imaginación del odio, siempre activa y despierta.

Es la santidad de san Juan XXIII y de san Juan Pablo II, tan diversos y tan unidos. Es la santidad de dos papas en la única Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica. También romana.


Hoy es un día de alegría para todos. 

domingo, 20 de abril de 2014

Mensaje pascual 2014

“Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán” (Mt 28,5-7)

Este es el anuncio pascual que, desde hace dos mil años, recorre el mundo. La fe cristiana es básicamente fe en el poder de Dios que vence la muerte.

Dios es amigo de la vida, por eso, “resurrección” es su palabra definitiva sobre todo ser humano. Lo fue para Jesús, su Hijo hecho hombre. Lo es también para cada uno de nosotros, hechos del barro de la tierra, pero también portadores del soplo divino.

“Resurrección” es la expectativa más secreta del corazón humano. No ha quedado frustrada. Se ha cumplido en Jesús como promesa para toda la humanidad.

*   *   *

Como obispo diocesano es la primera vez que les dirijo un saludo pascual. Lo hago con gratitud y alegría. El ministerio pastoral es, sobre todo, servicio a este anuncio gozoso que ha cambiado para siempre la historia humana.

Permítanme, por tanto, decirles con fuerza: ¡Jesús ha resucitado de entre los muertos! ¡La tumba está vacía! ¡La muerte no tuvo la última palabra!

El Padre, cuyo rostro misericordioso Jesús había presentado a los pobres y a los pecadores; ese mismo al que Jesús se confió a lo largo de su vida, especialmente en la hora oscura de la pasión, este Padre lo ha resucitado por la fuerza de su Espíritu.

Los invito entonces a la fe, a confiarnos también nosotros a ese Dios amigo de la vida que resucita a los muertos.

Arrojemos lejos toda forma de tristeza, de complejo, de depresión, de indiferencia. ¡Jesús ha resucitado y vive en medio de nosotros!

La vida es una fiesta para celebrar con alegría. Para vivirla como la vivió Jesús: en la alegría por la cercanía y ternura de Dios; en el servicio a los más pobres y débiles; en el perdón y la mano tendida a todos los pecadores.

Queridos hermanos y amigos: Cristo ha resucitado y no hay nada en nosotros que escape a su poder de Resucitado. Con Él resucitamos también nosotros a una vida nueva.

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¡Vivamos entonces como discípulos del Resucitado!

Volvamos a cantar el Aleluya de la Pascua, no solo con nuestros labios sino con nuestra vida transfigurada. No solo en la liturgia de la Misa sino en esa Misa prolongada que es nuestra vida de todos los días.

Digámosle sí a la vida, en todas sus formas, pero especialmente allí donde es más frágil, débil o desamparada: en los no nacidos, en los niños, en los enfermos, en los que están solos, en los ancianos, en los que están pasando un mal momento, en los que sufren por alguna adicción.

Digámosle sí a la esperanza, porque el amor de Dios es más fuerte y es el verdadero poder que transforma el mundo. Es la esperanza que ha de animar el camino de los jóvenes que pueden experimentar en Jesús resucitado que la vida tiene sentido, que vale la pena darlo todo, y que no hay fracaso que pueda detener el poder que se manifestó en la Pascua.

Digámosle sí a todo lo que es humano: al amor, al gusto por la vida, a la belleza; a vivir honestamente no por temor a la ley sino porque así somos realmente felices; a luchar por una sociedad más justa; a salir del encierro y vivir en plenitud los vínculos que nos unen, incluso en medio de las dificultades, los encontronazos y las divergencias.

Digámosle sí a la cultura del encuentro, sabiendo que la unidad es siempre mayor que todo conflicto, y que los proyectos que más benefician a los pueblos son los que se construyen entre todos, con infinita paciencia, y pasión por el bien, la justicia y la solidaridad.

*   *   *

La liturgia de la noche de Pascua se inicia con el templo en penumbras. Se enciende el cirio pascual y esa pequeña luz, vacilante y humilde, va contagiando a todos hasta hacer que la oscuridad sea vencida por centenares de luces en las manos de los fieles.

Que así se expanda también el testimonio del Señor resucitado. Seamos luz para este mundo nuestro que ansía ver la claridad del Rostro de Cristo, vencedor de la muerte.

Salgamos también nosotros a buscar a Jesús que vive en nuestros hermanos. Como esperó a los suyos en Galilea, también Él nos espera a nosotros allí dónde hay un ser humano que anhela una vida mejor. Allí lo veremos.


¡Muy feliz Pascua de Resurrección para todos!

viernes, 18 de abril de 2014

Viernes Santo de la Pasión del Señor

Un antiguo dicho cristiano reza: “Stat crux, dum orbis volvitur” (“La cruz permanece erguida, mientras el mundo se revuelve”).
La firmeza de la cruz de Cristo es la firmeza del amor, no la de la prepotencia, la rigidez o la tozudez.
Es la firmeza de la verdad que no necesita ser impuesta, sino que tiene, en sí misma, luz para conquistar mentes y corazones.
Es la firmeza de la libertad de Dios, no como capricho egoísta, sino como decisión de jugarse todo entero por su criatura.
Es la firmeza de la mansedumbre, de la paciencia y de la humildad, sin las cuales es imposible convivir o emprender la lucha por el bien y la justicia.
Esa es la salvación que Dios ha ofrecido al mundo: plantar en medio de la inestabilidad, fragilidad y caducidad de todo lo humano la indestructible firmeza de su amor y de su fidelidad.
Frente a la arrogancia del pecado, Dios ha correspondido con la mansedumbre de su amor, paciente y humilde, capaz de hacerse cargo del dolor y del sufrimiento ajeno.
La cruz de Cristo, Dios hecho hombre, ha expiado el pecado del mundo.
Por eso la adoramos y la veneramos. Por eso, ella es el santo y seña de todo lo cristiano.
*     *     *
En ocasiones nos sorprende el poder abrumador del mal, incluso el que habita en nuestro corazón: suciedad dentro de la Iglesia, corrupción en dirigentes y ciudadanos comunes; difusión de adicciones y de quienes comercian con ellas; desprecio por la ley y toda norma de convivencia; reducción de la ética a la prevalencia de los propios deseos individuales; violencia arraigada en las calles y en los corazones; avance de la cultura de la muerte; desarticulación de los vínculos humanos básicos (amistad, matrimonio, familia), sustituyéndolos por relaciones débiles, provisorias y un largo etcétera…
Cuando una persona, una familia o una sociedad enfrentan semejantes situaciones tienen delante desafíos de largo aliento.
¿Dónde encontrar la fuerza para la empresa de superarlos?
Jesús nos enseñó a pedir: “Padre nuestro… no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal”.
En la cruz, Dios Padre ha respondido a esta súplica angustiosa del mundo.
Cristo crucificado es la fuerza de Dios para no caer en la tentación, para librarnos de la seducción del mal y del maligno.
A ella nos volvemos como escuela de vida. “Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta -enseña Santo Tomás de Aquino- no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes” (Conferencia 6 sobre el Credo).
¿Qué virtudes apetecer? Amar a todos, amigos y enemigos. Paciencia frente a las adversidades y fortaleza para sostener proyectos de largo alcance. Humildad y obediencia a Dios y su ley.
Desprecio del egoísmo mundano. Prosigue Santo Tomás: “No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre (ídem).
Acerquémonos a la cruz, nosotros que somos débiles. Que ella nos dé la firmeza del amor humilde de Cristo. Que ella nos enseñe a vivir y a luchar por la vida.

Amén.

jueves, 17 de abril de 2014

Jueves Santo de la Cena del Señor

Con esta Misa de la Cena del Señor iniciamos la celebración anual de la Pascua cristiana.

Entramos con Jesús y los apóstoles en el Cenáculo. En la cena y después de ella, el Señor protagoniza unos gestos y dice unas palabras que son los más sagrados de nuestra fe.

Con ellos, el mismo Jesús adelanta la entrega de su pasión ante unos discípulos sorprendidos, que no terminan de comprender del todo lo que están viviendo.

Será el Espíritu en Pentecostés quien les recordará y les mostrará la verdad encerrada en estos gestos y palabras del Señor.

Los invito a meditar sobre ellos y su significado.

Los gestos son cuatro: tomó el pan y después la copa; pronunció la oración de bendición y acción de gracias; partió el pan; entregó ambos para que los discípulos comieran y bebieran de ellos.

Expresan tres cosas inseparables: la entrega que Jesús está haciendo de su propia persona por nosotros y nuestra salvación; teniendo al Padre como origen y destino de esta entrega; invitando a los suyos a entrar en comunión con Él y su sacrificio.

Las palabras expresan y rubrican el sentido de los gestos. Si para un judío partir el pan es expresión de la vida como bendición de Dios, ahora ese pan partido expresa el amor hasta el fin de Jesús.

La copa que pasa de mano en mano al final de la cena simboliza, contiene y expresa la comunión de todos en la Sangre que, al ser derramada, perdona los pecados y funda la nueva y eterna Alianza entre Dios y los hombres.

La Iglesia es invitada por su Señor a hacer memoria de esta entrega sacrificial para anunciar su muerte hasta que Él vuelva.

Por eso celebramos la Eucaristía: no por iniciativa nuestra si no en obediencia al mandato divino de Jesús.

La Eucaristía no es nuestra (ni del papa, ni del obispo, ni del sacerdote ni de la comunidad). La Eucaristía es siempre del Señor.
Hoy la celebramos porque la hemos recibido de Él y de los que antes han creído en Él, como el apóstol Pablo testimonia.

La liturgia se recibe. Es don. Contiene el don supremo de Dios al mundo: su Hijo único, hecho hombre y sacrificado por nosotros.

¿Con qué disposición interior tengo que llegar a la sagrada Eucaristía? ¿Cómo me debo preparar para celebrarla dignamente?

Olvidándome de mí mismo. Abriéndome al don de Cristo. 
Predisponiendo mi corazón para la acción de gracias, la adoración y la alabanza. Saliendo de nosotros mismos.

De ahí la sabia pedagogía de la liturgia: primero escuchar la Palabra; después, levantar el corazón, volver la mirada al Señor y bendecir al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

*     *     *

San Juan nos relata otro gesto del Señor: al finalizar la cena, Jesús se levantó de la mesa, se ató una toalla a la cintura y se puso a lavar los pies de los suyos (cf. Jn 13,1-5).

Juan introduce este hecho con palabras solemnes: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1).

No nos extendamos más. Digámoslo de una sola vez: los cristianos no podemos celebrar la Eucaristía sino como memoria de este servicio humilde y salvador de Jesús que nos ha purificado entregándose todo entero a sí mismo.

En la Eucaristía, y en toda la liturgia, somos alcanzados por este servicio de Jesús. Sí, Jesús sigue purificando a su Iglesia porque la quiere para sí “resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27).

El gesto humilde de servicio de Jesús presente en cada Eucaristía, sacude e interpela, critica y estorba a este un mundo nuestro, embrutecido porque ha puesto en la cima de todo el dinero, el placer y el poder.

El memorial del sacrificio pascual de Jesús tiene una potencia transformadora de todo, porque contiene el amor de Dios hasta el extremo de la muerte en cruz.

Por eso, los enfermos, los humildes, los pobres y sencillos saben que la Eucaristía tiene esa fuerza interior, que no tiene ningún poder de este mundo.

A su modo, lo saben también los pecadores. He encontrado hermanos que, por alguna razón dolorosa no pueden comulgar, pero tienen una nostalgia de la Eucaristía que me pone colorado.

Por eso el Tentador, que busca siempre destruir la obra de Dios, echa mano de una estrategia infalible: separar a los bautizados de la Eucaristía, extinguir el amor por ella, minimizar el estupor y el santo temor ante la Presencia, sustituyéndolos por la banalidad, la rutina o incluso la chabacanería.

Por eso, la pastoral de la Iglesia en este mundo secularizado y pagano insiste en que redescubramos el sentido profundo de la Eucaristía, especialmente el domingo como sello y garantía de nuestra fidelidad a Jesús, a su Evangelio y al Reino de Dios.

*     *     *

Tampoco podemos celebrar la Eucaristía sin prolongarla en nuestra propia vida.

La Eucaristía es para transformar nuestra vida de todos los días. Es la vida de Jesús entregada para que nosotros también entreguemos nuestras vidas por Él, con Él y en Él.

Contiene el amor hasta el extremo de Jesús hecho servicio humilde. Celebrar la Eucaristía es, para nosotros, un llamado a la “coherencia eucarística” en todos los aspectos de nuestra existencia.

San Juan lo dirá con palabras simples y lapidarias: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).

La vida cristiana se extingue, tanto si abandonamos la Eucaristía como si nos encerramos en nosotros mismos, desoyendo el grito de auxilio de nuestros hermanos más necesitados.

En la vida de Jesús, la Eucaristía es inseparable de sus gestos de cercanía y de comunión con los niños, los enfermos, los pobres, los pecadores públicos, los alejados.

Ese debe ser también el ritmo de nuestra vida cristiana, tanto para nuestra Iglesia diocesana, como para cada una de nuestras parroquias, colegios, movimientos o comunidades: Eucaristía y vida, ambas expresión del amor hasta el fin, del servicio humilde y del trabajo paciente por la paz y la reconciliación.

El deterioro de nuestra sociedad es profundo. No es solo político, ni siquiera moral. Es espiritual. Lo que se está corrompiendo es el alma que une desde dentro y da unidad a toda nuestra vida social.
Estamos matando el sentido de lo que es bueno, justo y verdadero. Estamos dando a luz una sociedad que vive a espaldas de Dios y, lentamente también, a espalda de todo lo humano.

La Eucaristía y una vida genuinamente eucarística es el mejor antídoto que los cristianos podemos ofrecer a toda la sociedad.

Antes de exigir a los demás, vivamos nosotros en fidelidad a Jesús que en la última Cena, en los gestos sobre el pan y el vino y en el lavatorio de los pies resumió toda su existencia, nos dio el sacramento de la caridad y nos invitó a seguir su ejemplo.

Seamos testigos creíbles del amor de Cristo.

Así sea. 

domingo, 13 de abril de 2014

Domingo de Ramos

“Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29).

De cara a su pasión, Jesús mira hacia el futuro.

Sabe bien qué se le viene encima. No es ni ingenuo, ni inconsciente, ni tonto. Sabe bien que la cuerda está tensa y a punto de romperse. Él mismo, al expulsar los vendedores del templo, ha sellado su suerte.

Había invitado a seguirlo dispuestos a cargar la cruz. Ahora, la cruz comienza a dibujarse en el horizonte de su propia vida.

Y Jesús mira hacia delante, hacia el futuro, hacia el Reino. Mira, como ha hecho siempre, al Padre. Ese es “su” futuro: el Padre.

Toda su vida y ministerio público han sido un servicio al Reinado de Dios, especialmente entre los últimos: los enfermos, los endemoniados, los leprosos, los pecadores, resucitando al hijo de la viuda o su amigo Lázaro.

Sirvió al Reino predicando, caminando, curando, perdonando y resucitando. Ahora lo servirá entregando totalmente su persona.

Para eso ha subido a Jerusalén, entrando en ella, humilde y pobre, montado en un burro. No lo engañan las aclamaciones.

Jesús sabe que está a punto de padecer en manos de sus enemigos, pero sabe con una ciencia mucho más honda en las manos de Quién está: en las manos de Aquel a quien Él mismo llama “mi Abba” (mi Padre), cuyo Nombre santo y lleno de ternura ha puesto en labios de los pobres y pecadores.

Nos enseñó a invocarlo así: “Padre nuestro…”

Recordemos ahora algunas palabras de Jesús dichas al inicio de su ministerio, cuando todavía la pasión parecía lejana. Decía:

No se inquieten entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?». Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción. (Mt 6,31-34)

Ahora es el mismo Jesús el que tiene que vivir a fondo este buscar primero el Reino, porque lo demás (la vida y la resurrección) serán la añadidura. Ahora llega la hora de la aflicción para Él.

*    *    *

Queridos hermanos y hermanas:

Al entrar en la Semana Santa, también nosotros, con Jesús y como Él miremos hacia el futuro.

Recordamos su entrada en Jerusalén como primer acto de su gloriosa Pasión. Pero no lo hacemos para quedarnos fijos en el pasado.

Miremos esa copa generosa de vino nuevo que Jesús compartirá con nosotros en el Reino del Padre.

Miremos también nosotros el futuro de Dios. El futuro que es Dios nuestro Padre, en cuyas manos están la vida y la resurrección.

Reavivemos la esperanza. Y una esperanza activa, mucho más potente que la mera resignación.

De esa confianza esperanzada nació la Eucaristía que hoy alimenta nuestro caminar y todas las luchas más genuinas del ser humano: la lucha por la justicia, por la amistad entre las personas, las sociedades y los pueblos; la lucha contra toda forma de violencia, teniendo el coraje del perdón y de la reconciliación.

Jesús compartirá con todos el vino nuevo de la vida en el Reino del Padre. Ese es nuestro destino, y el de toda la humanidad.

Llevar esa esperanza al mundo desanimado por el encierro del egoísmo es la misión que se nos confía y que nos recordará, cada día, el ramo de olivo que llevaremos a nuestras casas.


Tengamos así una fecunda Semana Santa. 

Amén

viernes, 11 de abril de 2014

Misa crismal 2014

Nos hemos reunido para celebrar esta sagrada Eucaristía en la que serán bendecidos los santos Óleos y el Crisma.

Es la Misa crismal, una de las principales celebraciones en la vida diocesana. Una imagen usada por el Concilio Vaticano II puede ayudarnos a vivirla intensamente:

Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros. (SC 41)
Esto es lo que quiero subrayar: “la principal manifestación de la Iglesia” acontece en torno a un único altar: allí, el pueblo, los ministros sagrados y el obispo. Como ahora, en este momento: una misma Eucaristía, una misma oración, una misma Iglesia.

La liturgia es la escuela donde el Concilio aprendió el misterio de la Iglesia cuya amplitud desplegó después en los demás documentos. 

Es en la liturgia donde el pueblo de Dios escucha la Palabra, vuelve sus ojos al Señor y lo glorifica como Él quiere; sale de sí para abrirse en adoración y alabanza; se descubre templo del Espíritu y cuerpo místico de Cristo; recibe el impulso misionero para llevar la esperanza del Evangelio al mundo.

En la noble sencillez del rito nos las que tenemos ver con la santidad inefable del Dios tres veces santo: “¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? … Mi corazón se subleva dentro de mí y se enciende toda mi ternura… Porque yo soy Dios, no un hombre; soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor” (Os 11,8a.d.9b).

Así hablaba el profeta, eso que no había conocido lo que nosotros: el pesebre, la cruz y la tumba vacía, la revolución de la ternura divina. Gracia inmerecida, vida en abundancia, expiación del pecado y absolución del pecador.

Por eso la liturgia es acción sagrada por excelencia, contiene y expresa lo más sagrado que ha conocido la frágil historia humana: el sacrificio pascual de Jesús. ¡Cómo no adorar!
*    *    *
La Iglesia tiene como vocación propia abrirse y abrir el mundo a la adoración y a la alabanza.

¡Cómo quisiéramos que cada bautizado -niño, joven y adulto- fuera como Moisés: un amigo de Dios que habla con Él cara a cara, o como Elías en la hendidura de la montaña que percibe el paso del Señor en la brisa ligera!

Para eso recibimos la unción interior del Santo, expresada visiblemente en el Crisma que vamos a bendecir y que será usado en la liturgia sacramental.

Es la unción que ha recibido Jesucristo en la encarnación y en el bautismo en el Jordán. En la pascua, el Espíritu transfiguró su humanidad, convirtiéndola en fuente de vida para todos.

Así, quedó constituido Cabeza de la Iglesia. Y desde la Cabeza, la unción se derrama sobre todo el cuerpo.

Recibimos la misma unción de Cristo para ser cristianos, es decir: “otros Cristos”. Su unción en nosotros. Su ser Hijo amado en nosotros. Su alegría y su consuelo en nosotros.

Es un don gratuito y generoso que reclama nuestra respuesta libre, también gratuita y generosa. Porque esa unción toca el corazón y, desde allí, busca determinarlo todo: conciencia, sentimientos, libertad, comportamientos.

Ser cristiano supone siempre estas tres cosas: asimilación personal de la llamada al seguimiento, incorporación cordial al pueblo de Dios, salir al mundo como testigos y misioneros.

*    *    *

Todo esto acontece en el seno de una Iglesia particular.

Reunida por el Espíritu, la Iglesia diocesana es sin más la Iglesia de Cristo en un lugar y espacio concretos.
Comunión y misión marcan la respiración del cuerpo viviente de la Iglesia particular.

Acoger el don de la comunión y la fraternidad; buscar empecinadamente ser hermanos; compartir sueños y proyectos; aprender a miranos a la cara y a escucharnos con franqueza; madurar criterios y senderos comunes; no esconder los problemas por agudos que sean, sino aprender a tratarlos bien, como dice el papa Francisco, porque la unidad es superior al conflicto.

Para este camino se requiere mucha humildad y la disposición de nunca dejar de aprender. Mientras mayor es nuestro servicio, mayor nuestra disponibilidad.

Esa es la meta nunca alcanzada del todo en la vida de una Iglesia particular. En nuestro Plan de Pastoral hemos hecho una explícita opción por este modo de vivir la comunión. A eso nos empuja el Espíritu que nos da unidad en la diversidad.

Todo este arduo trabajo de comunión apunta a la misión. El Espíritu que nos reúne nos empuja a la misión. Nos hace una Iglesia “en salida” (EG 20 ss).

Nosotros lo hemos formulado así: una Iglesia y una pastoral “cercanas a la vida”, especialmente de los más pobres, frágiles y olvidados.

En la Carta pastoral 2014 he indicado cuatro senderos para concretar este ideal: la escucha de la Palabra, la revitalización de los Consejos de pastoral, la pastoral juvenil y la familiar.

Les propongo lo que he recogido de ustedes. Al menos, lo que he interpretado al escucharlos. 

Sin embargo, Dios es siempre más grande. Él no deja de sorprendernos. También para eso recibimos la unción del Santo: para estar atentos al Dios que vive y actúa incluso en la vorágine de la vida moderna. El Dios encarnado está donde están sus hijos.

Salgamos entonces a buscarlo, sin temor a nuestras fragilidades y miserias. Dios se revela a los pobres, también a los que somos torpes y lentos.

Los perfeccionistas pueden seguir esperando. Nosotros nos dejamos llevar por el Espíritu para reconocer al Dios tres veces santo en la imperfección que es propia de todo lo humano.

No dejamos de preguntarle: ¿Qué quieres de nosotros Señor de la historia? ¿A dónde tenemos que ir para buscarte y proclamarte? Háblanos, Señor, que queremos escucharte.

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El beato Juan Pablo II llamó a la Iglesia: “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).
Esta imagen ilumina la vida de nuestro Presbiterio, también uno y diverso.

La dedicación de por vida a la diócesis de los presbíteros seculares se complementa con los carismas y movilidad misionera de los religiosos.

También somos distintos por edad, procedencia, personalidad y formación, sensibilidad espiritual o teológica. Tenemos miradas diversas para los mismos desafíos. Salvando la sustancial unidad de la fe no pensamos igual sobre muchas cosas opinables.

Puede incluso que nuestro caminar como Presbiterio haya dejado cicatrices más o menos profundas. No somos ángeles. Lo reconocemos con simplicidad delante del Buen Samaritano.

¿Cuál es el dinamismo de la unción en nuestra fraternidad sacerdotal?

En la ordenación fuimos ungidos con la unción del Buen Pastor para tener sus mismos sentimientos y prolongar sus manos que bendicen y su rostro misericordioso. Juntos somos el signo del Buen Pastor en esta Iglesia diocesana.

También a nosotros el Espíritu nos empuja a la comunión y a la misión. ¿Qué es el Presbiterio diocesano sino el cuerpo apostólico cuya pasión dominante es llevar el Evangelio hasta el último rincón de la diócesis?

Queridos hermanos: el Espíritu trabaja en nuestro interior para enriquecer nuestros vínculos. Vuelvo a la imagen del papa Francisco: acaricia incluso nuestras dificultades para que aprendamos a vivirlas con el 
Evangelio en la mano.

Ahora bien, es trabajo del Espíritu. Por tanto, es gracia que jamás suple ni violenta ni mortifica nuestra libertad personal. La trabaja pacientemente para que se abra, paso a paso, al don de la comunión y la misión.

Por eso, como obispo me animo a proponerles una perspectiva de largo alcance: miremos juntos con los ojos compasivos y apasionados de Jesús la realidad de nuestro pueblo y nuestra propia comunión apostólica.

Seamos un “Presbiterio en salida”: salgamos de nosotros mismos y arriesguémonos a vivir a la intemperie. Allí nos espera el Señor. Así se vive la comunión, la fraternidad y la misión. Escuchemos una vez más el clamor de quienes anhelan la esperanza del Evangelio.

Que no nos puedan nuestros complejos, timideces o mezquindades. Y si nos pueden, sepamos que tenemos hermanos que no vienen a juzgarnos sino a darnos una mano. ¿Quién de nosotros no ha estado caído y no ha necesitado la ayuda fraterna para levantarse y seguir caminando?

Miremos al Resucitado que no deja de alentar su Espíritu sobre nosotros.

*    *    *

Queridos hermanos y hermanas laicos, pastores y consagrados:

En torno al altar, presididos por el obispo, somos la Iglesia de Cristo. Iglesia en oración, adorante y peregrina. La manifestación principal del misterio que es la Iglesia misionera.

María es el mejor espejo para mirarnos. Toda santa y transfigurada por el Espíritu ella va delante de nosotros. Con ella, Francisco, Brochero, Juan Pablo II, Juan XXIII y una innumerable “nube de testigos” que han tejido con su santidad evangélica la urdimbre de esta Iglesia diocesana.

Hemos recibido la misma unción que ellos. No. No estamos solos. La unción nos hace familia.

Es hermoso caminar juntos alentados por el Espíritu de Jesús. Nos espera la Pascua que hace nuevas todas las cosas. No tengamos miedo.


Amén.