Solemnidad del
Cuerpo y la Sangre del Señor
Sábado
21 de junio de 2014
Un pueblo peregrino, cansado
de un fatigoso camino. Ha sentido corporalmente sed y la necesidad de pan.
Dios lo ha probado, conociendo el fondo de su
corazón. No lo ha dejado solo. Lo ha sostenido en su debilidad. Lo ha
alimentado con un pan misterioso, profecía del pan eucarístico de Jesús.
Así nos presenta la primera lectura al pueblo de
Israel peregrino en el desierto.
Ese pueblo somos nosotros: la Iglesia del Señor. Es
nuestra Iglesia diocesana de San Francisco.
La prueba más fuerte del camino: olvidar a Dios.
Podríamos decir también: perder las raíces, una amnesia de la propia identidad.
La Eucaristía es precisamente el antídoto que
mantiene vivo el recuerdo: es el memorial del sacrificio pascual de Jesús.
* * *
Para la celebración de este año del Corpus Christi les he propuesto una
triple bienaventuranza: Felices los que
creen. Felices los que adoran. Felices los que comparten el Pan.
Les ofrezco un breve comentario de la misma.
* * *
Felices los que creen
Lo sabemos bien: creer es mucho más que una fría
afirmación teórica de la existencia de Dios.
Creer es entregar toda la vida. Involucrarse en
serio. Es ponerse en camino. Los antiguos así describían el acto de fe: credendo in Deum ire. Creyendo en Dios me
pongo en camino hacia Él.
Creo si camino. Aprendo a creer caminando en la
fe. Arriesgándome a caminar, a buscar y perderme, a levantarme de la fatiga
para seguir caminando.
Como un niño que aprende a caminar mirando fijamente
los brazos de su padre que lo esperan y lo estimulan. Le dan seguridad en la
medida en que lo hacen caminar con las propias piernas.
Creer en Dios es aprender a confiarme a Él, a
confiarle las riendas de mi vida. Aprender a estar en Sus manos.
Quien entra por este camino experimenta una
alegría incomparable. Una vez que conquista el corazón nunca lo deja.
¿Por qué? Porque es la alegría de Dios en
nosotros.
Solo el pecado puede arrancarla. Pero Dios es
fiel. No se cansa de volcarla generosamente y, así, atraer el corazón perdido.
* * *
Felices los que adoran
En esta catedral tenemos la capilla de adoración
perpetua. Es una cosa maravillosa. Un verdadero espacio de gracia.
Nuestra orgullosa ciudad tiene en esta capilla un
centro luminoso de salvación. Aquí se adora al Señor humilde.
Pero ¿qué es adorar? ¿Qué significa “adoración”? El
sabio papa Benedicto XVI se lo explicaba así a los jóvenes:
Adoración es unión con Dios. Un Dios que nos
sobrepasa y está siempre más allá de todo lo que podemos imaginar. Adorarlo es
unirnos a Él, descubriéndolo vivo en nosotros.
Adoración -añade el papa- es sumisión humilde de
la creatura a su Creador. Un libre ponerse de rodillas ante su Majestad
infinita.
Pero es, sobre todo, “amor”. Así lo explica: “La
palabra latina adoración es adoratio, contacto boca a boca, beso, abrazo
y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual
nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone
cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser” (Homilía en Colonia 21/VIII/2005).
Esta humilde capilla, escondida a la mirada de los
curiosos, es lugar de incontenible felicidad: la alegría del creer en el Dios
con nosotros y, por eso, de adorarlo humilde y amorosamente.
¿No lo experimentan así los adoradores, incluso los
ocasionales?
* * *
Felices los que comparten en Pan
Creer y adorar conllevan una alegría desbordante:
¡cómo no compartir lo que ha llevado tanta plenitud a nuestra vida! ¡Cómo no
compartir el pan que es Jesús el Señor!
Dios se ha hecho amigo y compañero, motor y meta
de nuestro camino. Se nos ha dado como alimento para este caminar.
¡Esa es nuestra perla preciosa por la que vale la
pena venderlo todo, el tesoro inestimable que llena el corazón de alegría!
Esa es la experiencia que, cada domingo, hacemos
en la Eucaristía que nos reúne, alimenta y envía.
Queridos hermanos y hermanas cristianos: ¡Cómo no
compartir ese pan sagrado y vivificante!
Celebrada con fe, la Eucaristía marca a fuego
nuestra forma de existir, de actuar y de sentir. Comulgar con el Pan vivo nos
transforma a nosotros mismos en pan para nuestros hermanos.
La Eucaristía pone en marcha un dinamismo imparable
de servicio. Se proyecta más allá de la vida eclesial en la sociedad misma, en
cada familia, en la convivencia ciudadana, en el compromiso político, en la
cultura del encuentro y la solidaridad, incluso en el noviazgo, la amistad, la
diversión y el deporte.
Que la Eucaristía vaya modelando nuestra vida de
discípulos misioneros del Evangelio de Cristo.
* * *
Creer, adorar y compartir
Queridos ministros extraordinarios de la comunión:
Al encomendarles este servicio, los invito a
experimentar la alegría de creer, adorar y compartir el Pan de la Eucaristía.
Ayudarán al sacerdote a repartir la sagrada Hostia
en cada Misa. Llevarán la Eucaristía dominical a los enfermos. Ellos son los
miembros más eminentes del cuerpo místico de Cristo.
Sirvan con humildad el cuerpo eucarístico de
Cristo y con veneración a sus hermanos más vulnerables y sufrientes.
Aprendan el arte de celebrar el culto divino, pues
la liturgia de la Iglesia trae el cielo a la tierra. No haya nada de vulgar, displicente
o apresurado en su servicio. Cultiven, para ello, el santo temor de Dios como
expresión de delicadeza interior y de amor filial. Déjense guiar por la Iglesia
y su liturgia. Ella sabe cómo celebrar.
Creer, adorar y compartir. Tres verbos para una
genuina y profunda espiritualidad eucarística.
Son el secreto de la felicidad según el Evangelio.
Para esta vida mortal, breve y limitada, pero anticipo cierto de la alegría del
cielo en la visión cara a cara. Allí, nuestra alegría será completa.
María y José, custodios del misterio, sean
nuestros modelos.
Así sea.
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