martes, 30 de marzo de 2010

Misa crismal

Esta mañana celebramos la Misa crismal. La liturgia fue precedida, como en años anteriores, por un momento de reflexión. La referencia obligada: el Año sacerdotal.

Destaco dos momentos fuertes: el testimonio del P. Pablo López, párroco de Uspallata, sobre la presencia de las reliquias del Santo Cura de Ars en Mendoza.

Pablo culminó su testimonio con algunos fragmentos de una meditación de Karl Rahner sobre el corazón traspasado del cura.

Seguidamente, el Arzobispo hizo el lavatorio de los pies a cuatro sacerdotes y dos diáconos mayores: Luis Scaccabarozzi, Jesús Navarro, Víctor Zorzín y el querido Vladimiro Rossi, Toño Gallar y Roberto Fucili.

El lavatorio de los pies es un gesto evangélico que la liturgia prevé para la Misa de la Cena del Señor, el jueves santo. Mons. Arancibia quería hacerlo hoy, tomando inspiración del retiro internacional del clero que tuvo lugar en setiembre pasado en Ars.

Además de evocar el servicio de Jesucristo, el signo del lavado de los pies tiene un sentido de purificación y renovación interior. Es lo que quisimos destacar.

La Iglesia da gracias a Dios por sus pastores. Les ofrece en abundancia el Espíritu de Cristo que renueva la vida.

En estos tiempos difíciles, cuando el pecado y la infidelidad de algunos pesan sobre todos, es bueno traer delante de los ojos todo el bien que los pastores hacen, cada día, no solo en el servicio al pueblo de Dios, sino también en la edificación de un mundo más humano.

He pensado mucho también en el Santo Padre Benedicto XVI. Un pastor bueno, humilde y valiente puesto por el Señor en el momento justo, como solo su Providencia puede hacerlo. Oro por él y los invito a todos a hacer lo mismo.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Creo en el Dios crucificado


Queridos amigos: les ofrezco unas líneas que escribí hace ya 6 años. Las he dejado tal cual. Espero que les ayuden -como a mí- a comulgar con el Kyrios en estos días santos. Las trasncribo aquí, poniendo en ellas mi corazón.

Creo en el Dios crucificado…

En el tiempo de Pascua, celebrando los misterios del Señor, me sentí interiormente movido a poner por escrito algunas cosas que vienen resonando fuerte dentro de mí desde hace ya un tiempo largo: los años de ministerio (14, gracias a Dios), mis 11 años dedicados a la formación sacerdotal, la experiencia intensa del mes de ejercicios, la película “La Pasión de Cristo” y un largo etcétera. Sin proponérmelo explícitamente le fui dando la forma de un “credo” personal.

Ojalá alguno de ustedes que están interrogando al Señor acerca de la vocación pueda también recitarlo conmigo o animarse a poner por escrito el suyo propio. Descubrir la propia vocación es llegar a comprender -más con el corazón que con la mente- qué significa realmente creer en Cristo con una fe que toma toda tu vida.

Creo en el Dios crucificado como centro palpitante de mi vida y de la vida del mundo. Anhelo ser alcanzado por Él y por el misterio de su pascua.

Creo en el Dios crucificado y en la luminosidad que su cruz proyecta sobre el mundo, la historia y esta fascinante, y tantas veces difícil, aventura de vivir. Me resultan extrañas, insoportables y extremadamente fútiles las insinuaciones a vivir obsesionado por una autorrealización y un bienestar que, mientras más se buscan, más lejanos e inalcanzables permanecen.

Creo en el Dios crucificado, de cuyo costado abierto proviene la vida, el perdón y la fuerza del amor, la única capaz de transformar el corazón de la humanidad.

Creo en el Dios crucificado, cuya resurrección de entre los muertos ha puesto en marcha la fuerza incontenible de la esperanza. Hoy sigue viva y desafiante como motor invisible de la lucha cotidiana por el futuro (el mío, el de los que amo, y sobre todo, el de los que no la tienen).

Creo en el Dios crucificado que desde la cruz nos mira con limpieza de corazón, sin pedir nada, sin recriminar nada, sin culpabilizarnos por nada, porque es el Amor humilde, pobre y despojado de todo. El que un día dijo: “si no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos”, es el mismo que camina hacia su pasión con esa majestuosa limpieza de corazón.

Creo en el Dios crucificado, porque solo el amor es digno de fe, y porque no hay amor (ni alegría) más grande que dar la vida por los amigos. ¡Me has pedido todo, te lo he dado todo y, sin embargo, me acompaña cada día la incómoda sensación de que aún me falta lo más importante! La medida del amor: amar sin medida.

Creo en el Dios crucificado porque su abandono y vaciamiento es el modo como Dios acoge en sí mismo al hombre, tal como yo o vos somos, con nuestras luchas y pasiones, con nuestros aciertos y con nuestro errores. La pasión de Cristo es la pasión de Dios. Mi pasión. La pasión del mundo, desde el inicio al final de la historia. ¡Dios recoge en su odre cada una de mis lágrimas!

Creo en el Dios crucificado que, así despojado y vaciado de todo, se ofrece como disponibilidad absoluta, espacio abierto, infinito y libre para el diálogo, el encuentro y la comunión aún en el disenso y la distancia más grandes. Porque no hay, no ha habido, ni habrá mayor amplitud de acogida que el Jesús abandonado del Calvario.

Creo en el Dios crucificado porque he visto morir y luchar por la vida a muchos hombres y mujeres, con la mirada del corazón fija en el crucifijo, despojados de todo y armados tan solo con la esperanza que el Crucificado les infunde.

Creo en el Dios crucificado que grita, ora y suplica desde la agonía y la pasión de los miles, millones de crucificados de la historia: ¡Dios mío porqué me has abandonado! Olvidarlo a Él es, tarde o temprano, olvidarlos a ellos.

Creo en el Dios crucificado y anhelo poder decirle: “carne de mi carne, sangre de mi sangre: ¡déjame morir contigo!” y besar sus pies para que mi rostro, mi vida y toda mi persona queden para siempre marcados por la sangre preciosa de la Nueva Alianza.

Creo en el Dios crucificado, porque éste es el único que puede resucitar, es decir: el único que puede vencer de verdad la muerte, la culpa y el miedo, porque han llegado a ser suyas de una manera inaudita e inimaginable. ¡Admirable intercambio: tomó lo nuestro y nos dio de lo suyo!


Tal vez lo más importante y decisivo en toda mi vida es que haya aprendido a conjugar el verbo “creer”, por eso, una vez más digo: CREO, CREEMOS …

P. Sergio Buenanueva
Pascua del Señor,
11 de abril de 2004

martes, 23 de marzo de 2010

Escuchar, aprender, creer

La fe viene por el oído, sentencia San Pablo. Se llega a la fe después de escuchar a quien predica el Evangelio. El órgano primario de la fe es el oído. Todo comienza por ahí: “¡Escucha, Israel, el Señor tu Dios es solamente uno…!”. Después viene todo lo demás.

Uno de los rasgos más fuertes de la renovación pastoral puesta en marcha por el Concilio Vaticano II es que muchas comunidades cristianas se han hecho más expertas en su capacidad de escucha. Y esto es muy valioso.

Cualquier parroquia católica, por más humilde o poco dotada que sea, es un centro de irradiación de hombres y mujeres que abren el oído para escuchar las voces que vienen de múltiples puntos. Voces que, en ocasiones asemejan las notas armónicas de una sinfonía. Otras, el caos de un tumulto abrumador de ruidos, gritos y sonidos confusos.

Lo cierto es que las comunidades cristianas han crecido en su capacidad de escucha.

Pienso, sobre todo, en lo que ha significado la difusión, desde mediados de los años ochenta, de la catequesis familiar. No que sea la panacea. Hoy por hoy presenta muchas ambigüedades y desafíos. Pero es innegable que ha entrenado mucho más para la escucha que para el monólogo. Tal vez, la crítica más severa que se le hace hoy a esta forma de catequesis es justamente eso: más que transmitir la fe, los grupos de catequesis se han transformado en grupos de autoayuda.

La crítica es bien severa. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Haber abierto las puertas de nuestras comunidades cristianas para escuchar la vida de las personas es un gesto pastoral que hemos de capitalizar. La escucha nos debe ayudar a ser más eficaces transmisores de la Palabra que nos ha cambiado la vida. En definitiva, somos discípulos de Jesús porque, en algún momento no del todo planificado o programado, escuchamos su Palabra que nos invitaba a la aventura de confiar en Él totalmente.

Este ejercicio de escucha contiene en sí mismo un gran potencial evangelizador. Aprendamos de María, la gran “oyente” de la Palabra. Como ella aprendamos a repasar en nuestro corazón todo lo que hemos visto y oído. Que la escucha de la Palabra nos haga más disponibles para escuchar la voz de Dios en la vida de nuestros hermanos. Escucha especialmente fina cuando se trata de hermanos heridos, enojados o desilusionados por el antitestimonio de los creyentes.

jueves, 18 de marzo de 2010

Creer hoy

Una encuesta reciente del CONICET sobre la fe religiosa en Argentina arroja datos interesantes. Un 91,1 % de los encuestados cree en Dios. Es interesante también el porcentaje que dice rezar en su casa (78,3 %). Del total, un 61,1 % se relaciona con Dios de modo privado, sin contar con la mediación de una institución religiosa. Un buen porcentaje también sigue su propio parecer en temas morales como el aborto: un 63,9% manifiesta que debería ser legal en algunos casos.

La encuesta es mucho más amplia. Aquí he consignado unos pocos datos sueltos, sin ánimo de ofrecer una lectura rigurosa que, entre otras cosas, escapa a mi competencia. Quisiera, sin embargo, ofrecer dos reflexiones desde mi doble condición de bautizado y de ministro de la Iglesia católica.

1. Si bien la encuesta muestra datos promisorios (por ejemplo, los que se refieren a la práctica de la oración), en líneas generales, el panorama que revela plantea un conjunto de desafíos muy importantes a la misión de la Iglesia. Enunciados brevemente: la Iglesia ha de redoblar su apuesta por una acción misionera y evangelizadora que tenga como meta que cada bautizado viva plenamente su adhesión a Cristo y su pertenencia a la comunidad cristiana. En una sociedad compleja, plural y variada, la fe no se puede vivir más como una posesión tranquila. Han pasado los tiempos en que la sociedad estaba estructurada a partir de los valores religiosos.

La fe en Dios ha de acreditar su verdad y su inagotable fuerza de vida en un contexto histórico y cultural nuevo. Y ha de hacerlo como lo ha hecho siempre: forjando por dentro a hombres y mujeres de carne y hueso, que han pronunciado el Amén de la fe en un acto personal, libre y consciente, además de único e intransferible. En este camino nos ha puesto el Documento de Aparecida de los obispos de América latina y el Caribe. Es también uno de los objetivos principales del Plan de Pastoral de la Diócesis de Mendoza. Cada cristiano: un discípulo misionero de Cristo. Cada comunidad cristiana: un centro de irradiación de la fe en Cristo.

2. Si el punto anterior subraya la urgencia de la evangelización, este segundo quiere acentuar la sereni-dad que acompaña siempre una acción pastoral según el Evangelio. En cierto modo, la situación de la fe es la misma hoy que ayer. Ninguna época, por gloriosa y luminosa que haya sido para la Iglesia, ha ahorrado al creyente la aventura de adentrarse en la fe con un acto personalísimo de confianza y de apertura a la verdad de Dios. “La fe busca entender”, decían los medievales. Y en esta búsqueda apa-sionada, la fe experimentará siempre la duda, el conflicto y la contestación. La fe siempre será “sufrida”, como anota también un autor moderno.

Siempre ha sido arduo creer. Una de las figuras más elocuentes de la Iglesia es la que nos ofrece San Juan en su relato de la pasión (cf. Jn 19,23-30). Jesús está crucificado, entregando el espíritu con un fuerte grito. Al pie de la cruz, unas pocas mujeres. Entre todos se destacan: María y el discípulo preferido. La desproporción es abrumadora: un condenado en el acto de morir, unos pocos deudos, de quienes nadie sospecharía que puedan continuar una obra imposible. Y, sin embargo, así se representa el origen permanente del cristianismo. En los umbrales de este siglo XXI, los creyentes tenemos que aplicarnos aquella parábola de Jesús: como al sembrador, a nosotros solo nos toca desparramar con generosidad -casi con despreocupación- la buena semilla.

No se puede renovar la Iglesia por un decreto voluntarista, menos aún por una acomodación al espíritu del tiempo, aunque este logre domesticar la opinión pública, convirtiéndose en el pensamiento domi-nante. La fe nace allí donde una persona es alcanzada por aquel fuego del que Jesús dijo: “He venido a traer fuego a la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Él hablaba de su pasión, en el doble sentido: del fuego interior que lo animaba y de la cruz que iba a padecer, por nosotros y por nuestra salvación. Los números y porcentajes de la fe siguen una lógica propia: uno por muchos.

sábado, 13 de marzo de 2010

Abusos

Los medios de comunicación mantienen regularmente informada a la opinión pública sobre los casos de abusos sexuales de menores protagonizados por clérigos católicos. No siempre las informaciones resultan objetivas. Los prejuicios anticatólicos juegan también su parte. Todo eso es cierto. Pero el rol del periodismo ha sido fundamental. Como decía un cardenal americano: “el examen de conciencia que hubiéramos debido hacer por iniciativa propia, lo hemos hecho leyendo los diarios”.

Ojalá que esta publicidad ayude eficazmente a poner entre las prioridades de la sociedad este problema, que supera con creces los límites de la comunidad eclesial, afectando dramáticamente a la familia, la escuela y otros espacios donde se mueven niños y adolescentes.

La lupa está puesta ahora sobre la Iglesia católica y sus curas. Está bien que así ocurra. Dos cosas irritantes han salido a la luz a la hora de mirar de frente la situación: 1) ante todo, los hechos mismos de violencia sexual sobre niños y jovencitos dentro de la Iglesia; no hay términos medios: se trata de crímenes y de pecados gravísimos; 2) pero también, el modo absolutamente equivocado y repudiable como han sido gestionados por los obispos y superiores.

Los primeros irritados por todo esto han sido los católicos, especialmente los fieles laicos.

A la política de silencio y arreglos extrajudiciales, y pasado el impacto inicial de vergüenza, rabia y ensayo de defensa, los episcopados involucrados han puesto en marcha una política de transparencia y justicia, fundada sobre sólidos principios: atención prioritaria a las víctimas y sus familias, procedimientos canónicos más expeditos para separar del ministerio a los clérigos realmente culpables, colaboración con la justicia civil para la clarificación y punición de estos hechos, entre otros.

Como decía arriba: la lupa está puesta casi de modo exclusivo sobre la Iglesia católica. No obstante la profunda humillación que esto significa para los católicos y, de modo particular, para quienes somos sacerdotes, esta purificación dolorosa puede ser provechosa y dar el fruto de una profunda reforma de vida en la Iglesia y, de modo especial, para sus pastores. Esto será así, si de nuestra parte hay una actitud de profunda humildad, deseo sincero de abrirnos a la totalidad de la verdad y, en última instancia, de vivir cada instante de nuestra vida de cara a Dios y en la fidelidad al Evangelio.

En la bimilenaria historia de la Iglesia, no es la primera vez que los cristianos, pastores y laicos, tenemos que levantarnos dolorosamente de una profunda postración espiritual y moral.

Queda en pie, sin embargo, la expectativa de que este proceso que vivimos dentro del cuerpo eclesial, pueda ayudar también a la sociedad a mirar de frente un problema que, de ninguna manera, es exclusivo de los católicos.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El cielo

Va a sonar pretencioso. Lo escribo nomás.

Hoy creo haber conocido como será el cielo. Estoy en estos momentos en Bahía Blanca. Tenía una deuda de gratitud con dos religiosas que dejaron su vida en el Seminario: Ana y María. Perdón, con tres: también fui a rezar ante la tumba de Sor Gottarda.

Aquí, las Pequeñas Hermanas de la Sagrada Familia tienen un pequeño Cottolengo, bajo el nombre de su fundador, el Beato José Nascimbeni. Es para mujeres: son 68, desde nenas de 8 años a mujeres de 50. Una buena parte, simplemente abandonadas en su fragilidad.

Esta mañana lo recorrí con ellas. Aquí, en cada sala del Cottolengo, en cada rostro y en cada gesto, pude "ver" qué es la caridad de Cristo. Pude ver algo del cielo. Apenas puede pronunciar palabra.

Desde un punto de vista estrictamente sanitario, el Cottolengo de las "Piccole Suore" está catalogado entre los mejores centros de Argentina. Un poco como ocurre con otra de sus obras, en la Colonia Bombal de Mendoza. Pero yo me refiero a otra cosa: al alma de todo, el amor de estas mujeres, contagiado al personal y a todo lo que rodea a las "nenas".

Días atrás, tomando examen de teología, le preguntaba a un alumno por el contenido de la enseñanza bíblica del hombre como imagen de Dios. La respuesta fue impecable. Solo el hombre puede donarse a sí mismo, reflejando en su ser al Dios amor. Hoy he palpado este misterio de gracia y libertad.

viernes, 5 de marzo de 2010

En la escuela de María

Desde el domingo pasado, por la noche, he estado en Lunlunta con una tanda de Ejercicios espirituales para los seminaristas de la Arquidiócesis.

El Seminario pone en marcha el año lectivo con un momento fuerte de encuentro con el Señor. A mí me tocó guiar los Ejercicios de 25 seminarista, de 1º de Filosofía a 4º de Teología.

Los 5 nuevos están culminando una convivencia en la montaña, mientras que los 3 alumnos de 2º de Teología han realizado la primera parte del mes de los Ejercicios ignacianos, acompañados por el P. Santiago Nahman.

Por mi parte, les propuse un camino de oración centrado en la contemplación de los misterios de la vida pública del Señor.

Como el Seminario está bajo la protección de N. S. del Rosario, se me ocurrió retomar algunos puntos de la Carta de Juan Pablo II sobre el Rosario, en los que propone a María como modelo de contemplación de los misterios de Cristo. Por eso titulé a los Ejercicios: “En la escuela de María”.

El ejercicio fundamental fue la lectio de algunas páginas evangélicas que nos permitieron volver sobre algunos de los misterios de la vida pública del Señor: el Bautismo en el Jordán, las Bodas de Caná, la Predicación del Reino, el Discipulado, la entrada a Jerusalén y la institución de la Eucaristía.

Con ayuda de la IVª parte del Catecismo pudimos también repasar algunos puntos importantes de la rica tradición católica sobre la vida de oración. De aquí extraigo y transcribo el precioso nº 2725:

“La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con El nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El “combate espiritual” de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.”

En definitiva: así en la vida como en la oración.

PD. Había pensado escribir este post en los primeros días del retiro, entre otras razones, para pedirles su oración. No logré disponer de un espacio de tiempo para ello. Ahora, la oración es por los frutos de los Ejercicios. La gracia que yo le he pedido al Señor para estos maravillosos jóvenes es el ignaciano “conocimiento interior” de Jesús.