miércoles, 24 de marzo de 2010

Creo en el Dios crucificado


Queridos amigos: les ofrezco unas líneas que escribí hace ya 6 años. Las he dejado tal cual. Espero que les ayuden -como a mí- a comulgar con el Kyrios en estos días santos. Las trasncribo aquí, poniendo en ellas mi corazón.

Creo en el Dios crucificado…

En el tiempo de Pascua, celebrando los misterios del Señor, me sentí interiormente movido a poner por escrito algunas cosas que vienen resonando fuerte dentro de mí desde hace ya un tiempo largo: los años de ministerio (14, gracias a Dios), mis 11 años dedicados a la formación sacerdotal, la experiencia intensa del mes de ejercicios, la película “La Pasión de Cristo” y un largo etcétera. Sin proponérmelo explícitamente le fui dando la forma de un “credo” personal.

Ojalá alguno de ustedes que están interrogando al Señor acerca de la vocación pueda también recitarlo conmigo o animarse a poner por escrito el suyo propio. Descubrir la propia vocación es llegar a comprender -más con el corazón que con la mente- qué significa realmente creer en Cristo con una fe que toma toda tu vida.

Creo en el Dios crucificado como centro palpitante de mi vida y de la vida del mundo. Anhelo ser alcanzado por Él y por el misterio de su pascua.

Creo en el Dios crucificado y en la luminosidad que su cruz proyecta sobre el mundo, la historia y esta fascinante, y tantas veces difícil, aventura de vivir. Me resultan extrañas, insoportables y extremadamente fútiles las insinuaciones a vivir obsesionado por una autorrealización y un bienestar que, mientras más se buscan, más lejanos e inalcanzables permanecen.

Creo en el Dios crucificado, de cuyo costado abierto proviene la vida, el perdón y la fuerza del amor, la única capaz de transformar el corazón de la humanidad.

Creo en el Dios crucificado, cuya resurrección de entre los muertos ha puesto en marcha la fuerza incontenible de la esperanza. Hoy sigue viva y desafiante como motor invisible de la lucha cotidiana por el futuro (el mío, el de los que amo, y sobre todo, el de los que no la tienen).

Creo en el Dios crucificado que desde la cruz nos mira con limpieza de corazón, sin pedir nada, sin recriminar nada, sin culpabilizarnos por nada, porque es el Amor humilde, pobre y despojado de todo. El que un día dijo: “si no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos”, es el mismo que camina hacia su pasión con esa majestuosa limpieza de corazón.

Creo en el Dios crucificado, porque solo el amor es digno de fe, y porque no hay amor (ni alegría) más grande que dar la vida por los amigos. ¡Me has pedido todo, te lo he dado todo y, sin embargo, me acompaña cada día la incómoda sensación de que aún me falta lo más importante! La medida del amor: amar sin medida.

Creo en el Dios crucificado porque su abandono y vaciamiento es el modo como Dios acoge en sí mismo al hombre, tal como yo o vos somos, con nuestras luchas y pasiones, con nuestros aciertos y con nuestro errores. La pasión de Cristo es la pasión de Dios. Mi pasión. La pasión del mundo, desde el inicio al final de la historia. ¡Dios recoge en su odre cada una de mis lágrimas!

Creo en el Dios crucificado que, así despojado y vaciado de todo, se ofrece como disponibilidad absoluta, espacio abierto, infinito y libre para el diálogo, el encuentro y la comunión aún en el disenso y la distancia más grandes. Porque no hay, no ha habido, ni habrá mayor amplitud de acogida que el Jesús abandonado del Calvario.

Creo en el Dios crucificado porque he visto morir y luchar por la vida a muchos hombres y mujeres, con la mirada del corazón fija en el crucifijo, despojados de todo y armados tan solo con la esperanza que el Crucificado les infunde.

Creo en el Dios crucificado que grita, ora y suplica desde la agonía y la pasión de los miles, millones de crucificados de la historia: ¡Dios mío porqué me has abandonado! Olvidarlo a Él es, tarde o temprano, olvidarlos a ellos.

Creo en el Dios crucificado y anhelo poder decirle: “carne de mi carne, sangre de mi sangre: ¡déjame morir contigo!” y besar sus pies para que mi rostro, mi vida y toda mi persona queden para siempre marcados por la sangre preciosa de la Nueva Alianza.

Creo en el Dios crucificado, porque éste es el único que puede resucitar, es decir: el único que puede vencer de verdad la muerte, la culpa y el miedo, porque han llegado a ser suyas de una manera inaudita e inimaginable. ¡Admirable intercambio: tomó lo nuestro y nos dio de lo suyo!


Tal vez lo más importante y decisivo en toda mi vida es que haya aprendido a conjugar el verbo “creer”, por eso, una vez más digo: CREO, CREEMOS …

P. Sergio Buenanueva
Pascua del Señor,
11 de abril de 2004

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