martes, 23 de marzo de 2010

Escuchar, aprender, creer

La fe viene por el oído, sentencia San Pablo. Se llega a la fe después de escuchar a quien predica el Evangelio. El órgano primario de la fe es el oído. Todo comienza por ahí: “¡Escucha, Israel, el Señor tu Dios es solamente uno…!”. Después viene todo lo demás.

Uno de los rasgos más fuertes de la renovación pastoral puesta en marcha por el Concilio Vaticano II es que muchas comunidades cristianas se han hecho más expertas en su capacidad de escucha. Y esto es muy valioso.

Cualquier parroquia católica, por más humilde o poco dotada que sea, es un centro de irradiación de hombres y mujeres que abren el oído para escuchar las voces que vienen de múltiples puntos. Voces que, en ocasiones asemejan las notas armónicas de una sinfonía. Otras, el caos de un tumulto abrumador de ruidos, gritos y sonidos confusos.

Lo cierto es que las comunidades cristianas han crecido en su capacidad de escucha.

Pienso, sobre todo, en lo que ha significado la difusión, desde mediados de los años ochenta, de la catequesis familiar. No que sea la panacea. Hoy por hoy presenta muchas ambigüedades y desafíos. Pero es innegable que ha entrenado mucho más para la escucha que para el monólogo. Tal vez, la crítica más severa que se le hace hoy a esta forma de catequesis es justamente eso: más que transmitir la fe, los grupos de catequesis se han transformado en grupos de autoayuda.

La crítica es bien severa. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Haber abierto las puertas de nuestras comunidades cristianas para escuchar la vida de las personas es un gesto pastoral que hemos de capitalizar. La escucha nos debe ayudar a ser más eficaces transmisores de la Palabra que nos ha cambiado la vida. En definitiva, somos discípulos de Jesús porque, en algún momento no del todo planificado o programado, escuchamos su Palabra que nos invitaba a la aventura de confiar en Él totalmente.

Este ejercicio de escucha contiene en sí mismo un gran potencial evangelizador. Aprendamos de María, la gran “oyente” de la Palabra. Como ella aprendamos a repasar en nuestro corazón todo lo que hemos visto y oído. Que la escucha de la Palabra nos haga más disponibles para escuchar la voz de Dios en la vida de nuestros hermanos. Escucha especialmente fina cuando se trata de hermanos heridos, enojados o desilusionados por el antitestimonio de los creyentes.

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