Con esta Misa de la Cena del Señor iniciamos la celebración anual de la
Pascua cristiana.
Entramos con Jesús y los apóstoles en el Cenáculo. En la cena y después de
ella, el Señor protagoniza unos gestos y dice unas palabras que son los más
sagrados de nuestra fe.
Con ellos, el mismo Jesús adelanta la entrega de su pasión ante unos
discípulos sorprendidos, que no terminan de comprender del todo lo que están
viviendo.
Será el Espíritu en Pentecostés quien les recordará y les mostrará la
verdad encerrada en estos gestos y palabras del Señor.
Los invito a meditar sobre ellos y su significado.
Los gestos son cuatro: tomó el pan y después la copa; pronunció la oración
de bendición y acción de gracias; partió el pan; entregó ambos para que los
discípulos comieran y bebieran de ellos.
Expresan tres cosas inseparables: la entrega que Jesús está haciendo de su
propia persona por nosotros y nuestra salvación; teniendo al Padre como origen
y destino de esta entrega; invitando a los suyos a entrar en comunión con Él y
su sacrificio.
Las palabras expresan y rubrican el sentido de los gestos. Si para un judío
partir el pan es expresión de la vida como bendición de Dios, ahora ese pan partido
expresa el amor hasta el fin de Jesús.
La copa que pasa de mano en mano al final de la cena simboliza, contiene y
expresa la comunión de todos en la Sangre que, al ser derramada, perdona los
pecados y funda la nueva y eterna Alianza entre Dios y los hombres.
La Iglesia es invitada por su Señor a hacer memoria de esta entrega
sacrificial para anunciar su muerte hasta que Él vuelva.
Por eso celebramos la Eucaristía: no por iniciativa nuestra si no en
obediencia al mandato divino de Jesús.
La Eucaristía no es nuestra (ni del papa, ni del obispo, ni del sacerdote
ni de la comunidad). La Eucaristía es siempre del Señor.
Hoy la celebramos porque la hemos recibido de Él y de los que antes han
creído en Él, como el apóstol Pablo testimonia.
La liturgia se recibe. Es don. Contiene el don supremo de Dios al mundo: su
Hijo único, hecho hombre y sacrificado por nosotros.
¿Con qué disposición interior tengo que llegar a la sagrada Eucaristía?
¿Cómo me debo preparar para celebrarla dignamente?
Olvidándome de mí mismo. Abriéndome al don de Cristo.
Predisponiendo mi corazón
para la acción de gracias, la adoración y la alabanza. Saliendo de nosotros
mismos.
De ahí la sabia pedagogía de la liturgia: primero escuchar la Palabra; después,
levantar el corazón, volver la mirada al Señor y bendecir al Padre por el Hijo
en el Espíritu Santo.
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San Juan nos relata otro gesto del Señor: al finalizar la cena, Jesús se
levantó de la mesa, se ató una toalla a la cintura y se puso a lavar los pies
de los suyos (cf. Jn 13,1-5).
Juan introduce este hecho con palabras solemnes: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había
llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los
suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1).
No nos extendamos más.
Digámoslo de una sola vez: los cristianos no podemos celebrar la Eucaristía
sino como memoria de este servicio humilde y salvador de Jesús que nos ha
purificado entregándose todo entero a sí mismo.
En la Eucaristía, y en toda
la liturgia, somos alcanzados por este servicio de Jesús. Sí, Jesús sigue
purificando a su Iglesia porque la quiere para sí “resplandeciente, sin mancha
ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27).
El gesto humilde de servicio
de Jesús presente en cada Eucaristía, sacude e interpela, critica y estorba a
este un mundo nuestro, embrutecido porque ha puesto en la cima de todo el
dinero, el placer y el poder.
El memorial del sacrificio
pascual de Jesús tiene una potencia transformadora de todo, porque contiene el
amor de Dios hasta el extremo de la muerte en cruz.
Por eso, los enfermos, los
humildes, los pobres y sencillos saben que la Eucaristía tiene esa fuerza
interior, que no tiene ningún poder de este mundo.
A su modo, lo saben también
los pecadores. He encontrado hermanos que, por alguna razón dolorosa no pueden
comulgar, pero tienen una nostalgia de la Eucaristía que me pone colorado.
Por eso el Tentador, que
busca siempre destruir la obra de Dios, echa mano de una estrategia infalible:
separar a los bautizados de la Eucaristía, extinguir el amor por ella,
minimizar el estupor y el santo temor ante la Presencia, sustituyéndolos por la
banalidad, la rutina o incluso la chabacanería.
Por eso, la pastoral de la
Iglesia en este mundo secularizado y pagano insiste en que redescubramos el
sentido profundo de la Eucaristía, especialmente el domingo como sello y
garantía de nuestra fidelidad a Jesús, a su Evangelio y al Reino de Dios.
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Tampoco podemos celebrar la
Eucaristía sin prolongarla en nuestra propia vida.
La Eucaristía es para transformar
nuestra vida de todos los días. Es la vida de Jesús entregada para que nosotros
también entreguemos nuestras vidas por Él, con Él y en Él.
Contiene el amor hasta el
extremo de Jesús hecho servicio humilde. Celebrar la Eucaristía es, para nosotros,
un llamado a la “coherencia eucarística” en todos los aspectos de nuestra
existencia.
San Juan lo dirá con palabras
simples y lapidarias: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a
su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).
La vida cristiana se
extingue, tanto si abandonamos la Eucaristía como si nos encerramos en nosotros
mismos, desoyendo el grito de auxilio de nuestros hermanos más necesitados.
En la vida de Jesús, la Eucaristía es inseparable de sus gestos de cercanía
y de comunión con los niños, los enfermos, los pobres, los pecadores públicos,
los alejados.
Ese debe ser también el ritmo de nuestra vida cristiana, tanto para nuestra
Iglesia diocesana, como para cada una de nuestras parroquias, colegios,
movimientos o comunidades: Eucaristía y vida, ambas expresión del amor hasta el
fin, del servicio humilde y del trabajo paciente por la paz y la
reconciliación.
El deterioro de nuestra sociedad es profundo. No es solo político, ni
siquiera moral. Es espiritual. Lo que se está corrompiendo es el alma que une
desde dentro y da unidad a toda nuestra vida social.
Estamos matando el sentido de lo que es bueno, justo y verdadero. Estamos
dando a luz una sociedad que vive a espaldas de Dios y, lentamente también, a
espalda de todo lo humano.
La Eucaristía y una vida genuinamente eucarística es el mejor antídoto que
los cristianos podemos ofrecer a toda la sociedad.
Antes de exigir a los demás, vivamos nosotros en fidelidad a Jesús que en
la última Cena, en los gestos sobre el pan y el vino y en el lavatorio de los
pies resumió toda su existencia, nos dio el sacramento de la caridad y nos
invitó a seguir su ejemplo.
Seamos testigos creíbles del amor de Cristo.
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