jueves, 17 de abril de 2014

Jueves Santo de la Cena del Señor

Con esta Misa de la Cena del Señor iniciamos la celebración anual de la Pascua cristiana.

Entramos con Jesús y los apóstoles en el Cenáculo. En la cena y después de ella, el Señor protagoniza unos gestos y dice unas palabras que son los más sagrados de nuestra fe.

Con ellos, el mismo Jesús adelanta la entrega de su pasión ante unos discípulos sorprendidos, que no terminan de comprender del todo lo que están viviendo.

Será el Espíritu en Pentecostés quien les recordará y les mostrará la verdad encerrada en estos gestos y palabras del Señor.

Los invito a meditar sobre ellos y su significado.

Los gestos son cuatro: tomó el pan y después la copa; pronunció la oración de bendición y acción de gracias; partió el pan; entregó ambos para que los discípulos comieran y bebieran de ellos.

Expresan tres cosas inseparables: la entrega que Jesús está haciendo de su propia persona por nosotros y nuestra salvación; teniendo al Padre como origen y destino de esta entrega; invitando a los suyos a entrar en comunión con Él y su sacrificio.

Las palabras expresan y rubrican el sentido de los gestos. Si para un judío partir el pan es expresión de la vida como bendición de Dios, ahora ese pan partido expresa el amor hasta el fin de Jesús.

La copa que pasa de mano en mano al final de la cena simboliza, contiene y expresa la comunión de todos en la Sangre que, al ser derramada, perdona los pecados y funda la nueva y eterna Alianza entre Dios y los hombres.

La Iglesia es invitada por su Señor a hacer memoria de esta entrega sacrificial para anunciar su muerte hasta que Él vuelva.

Por eso celebramos la Eucaristía: no por iniciativa nuestra si no en obediencia al mandato divino de Jesús.

La Eucaristía no es nuestra (ni del papa, ni del obispo, ni del sacerdote ni de la comunidad). La Eucaristía es siempre del Señor.
Hoy la celebramos porque la hemos recibido de Él y de los que antes han creído en Él, como el apóstol Pablo testimonia.

La liturgia se recibe. Es don. Contiene el don supremo de Dios al mundo: su Hijo único, hecho hombre y sacrificado por nosotros.

¿Con qué disposición interior tengo que llegar a la sagrada Eucaristía? ¿Cómo me debo preparar para celebrarla dignamente?

Olvidándome de mí mismo. Abriéndome al don de Cristo. 
Predisponiendo mi corazón para la acción de gracias, la adoración y la alabanza. Saliendo de nosotros mismos.

De ahí la sabia pedagogía de la liturgia: primero escuchar la Palabra; después, levantar el corazón, volver la mirada al Señor y bendecir al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

*     *     *

San Juan nos relata otro gesto del Señor: al finalizar la cena, Jesús se levantó de la mesa, se ató una toalla a la cintura y se puso a lavar los pies de los suyos (cf. Jn 13,1-5).

Juan introduce este hecho con palabras solemnes: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1).

No nos extendamos más. Digámoslo de una sola vez: los cristianos no podemos celebrar la Eucaristía sino como memoria de este servicio humilde y salvador de Jesús que nos ha purificado entregándose todo entero a sí mismo.

En la Eucaristía, y en toda la liturgia, somos alcanzados por este servicio de Jesús. Sí, Jesús sigue purificando a su Iglesia porque la quiere para sí “resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27).

El gesto humilde de servicio de Jesús presente en cada Eucaristía, sacude e interpela, critica y estorba a este un mundo nuestro, embrutecido porque ha puesto en la cima de todo el dinero, el placer y el poder.

El memorial del sacrificio pascual de Jesús tiene una potencia transformadora de todo, porque contiene el amor de Dios hasta el extremo de la muerte en cruz.

Por eso, los enfermos, los humildes, los pobres y sencillos saben que la Eucaristía tiene esa fuerza interior, que no tiene ningún poder de este mundo.

A su modo, lo saben también los pecadores. He encontrado hermanos que, por alguna razón dolorosa no pueden comulgar, pero tienen una nostalgia de la Eucaristía que me pone colorado.

Por eso el Tentador, que busca siempre destruir la obra de Dios, echa mano de una estrategia infalible: separar a los bautizados de la Eucaristía, extinguir el amor por ella, minimizar el estupor y el santo temor ante la Presencia, sustituyéndolos por la banalidad, la rutina o incluso la chabacanería.

Por eso, la pastoral de la Iglesia en este mundo secularizado y pagano insiste en que redescubramos el sentido profundo de la Eucaristía, especialmente el domingo como sello y garantía de nuestra fidelidad a Jesús, a su Evangelio y al Reino de Dios.

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Tampoco podemos celebrar la Eucaristía sin prolongarla en nuestra propia vida.

La Eucaristía es para transformar nuestra vida de todos los días. Es la vida de Jesús entregada para que nosotros también entreguemos nuestras vidas por Él, con Él y en Él.

Contiene el amor hasta el extremo de Jesús hecho servicio humilde. Celebrar la Eucaristía es, para nosotros, un llamado a la “coherencia eucarística” en todos los aspectos de nuestra existencia.

San Juan lo dirá con palabras simples y lapidarias: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).

La vida cristiana se extingue, tanto si abandonamos la Eucaristía como si nos encerramos en nosotros mismos, desoyendo el grito de auxilio de nuestros hermanos más necesitados.

En la vida de Jesús, la Eucaristía es inseparable de sus gestos de cercanía y de comunión con los niños, los enfermos, los pobres, los pecadores públicos, los alejados.

Ese debe ser también el ritmo de nuestra vida cristiana, tanto para nuestra Iglesia diocesana, como para cada una de nuestras parroquias, colegios, movimientos o comunidades: Eucaristía y vida, ambas expresión del amor hasta el fin, del servicio humilde y del trabajo paciente por la paz y la reconciliación.

El deterioro de nuestra sociedad es profundo. No es solo político, ni siquiera moral. Es espiritual. Lo que se está corrompiendo es el alma que une desde dentro y da unidad a toda nuestra vida social.
Estamos matando el sentido de lo que es bueno, justo y verdadero. Estamos dando a luz una sociedad que vive a espaldas de Dios y, lentamente también, a espalda de todo lo humano.

La Eucaristía y una vida genuinamente eucarística es el mejor antídoto que los cristianos podemos ofrecer a toda la sociedad.

Antes de exigir a los demás, vivamos nosotros en fidelidad a Jesús que en la última Cena, en los gestos sobre el pan y el vino y en el lavatorio de los pies resumió toda su existencia, nos dio el sacramento de la caridad y nos invitó a seguir su ejemplo.

Seamos testigos creíbles del amor de Cristo.

Así sea. 

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