viernes, 11 de abril de 2014

Misa crismal 2014

Nos hemos reunido para celebrar esta sagrada Eucaristía en la que serán bendecidos los santos Óleos y el Crisma.

Es la Misa crismal, una de las principales celebraciones en la vida diocesana. Una imagen usada por el Concilio Vaticano II puede ayudarnos a vivirla intensamente:

Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros. (SC 41)
Esto es lo que quiero subrayar: “la principal manifestación de la Iglesia” acontece en torno a un único altar: allí, el pueblo, los ministros sagrados y el obispo. Como ahora, en este momento: una misma Eucaristía, una misma oración, una misma Iglesia.

La liturgia es la escuela donde el Concilio aprendió el misterio de la Iglesia cuya amplitud desplegó después en los demás documentos. 

Es en la liturgia donde el pueblo de Dios escucha la Palabra, vuelve sus ojos al Señor y lo glorifica como Él quiere; sale de sí para abrirse en adoración y alabanza; se descubre templo del Espíritu y cuerpo místico de Cristo; recibe el impulso misionero para llevar la esperanza del Evangelio al mundo.

En la noble sencillez del rito nos las que tenemos ver con la santidad inefable del Dios tres veces santo: “¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? … Mi corazón se subleva dentro de mí y se enciende toda mi ternura… Porque yo soy Dios, no un hombre; soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor” (Os 11,8a.d.9b).

Así hablaba el profeta, eso que no había conocido lo que nosotros: el pesebre, la cruz y la tumba vacía, la revolución de la ternura divina. Gracia inmerecida, vida en abundancia, expiación del pecado y absolución del pecador.

Por eso la liturgia es acción sagrada por excelencia, contiene y expresa lo más sagrado que ha conocido la frágil historia humana: el sacrificio pascual de Jesús. ¡Cómo no adorar!
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La Iglesia tiene como vocación propia abrirse y abrir el mundo a la adoración y a la alabanza.

¡Cómo quisiéramos que cada bautizado -niño, joven y adulto- fuera como Moisés: un amigo de Dios que habla con Él cara a cara, o como Elías en la hendidura de la montaña que percibe el paso del Señor en la brisa ligera!

Para eso recibimos la unción interior del Santo, expresada visiblemente en el Crisma que vamos a bendecir y que será usado en la liturgia sacramental.

Es la unción que ha recibido Jesucristo en la encarnación y en el bautismo en el Jordán. En la pascua, el Espíritu transfiguró su humanidad, convirtiéndola en fuente de vida para todos.

Así, quedó constituido Cabeza de la Iglesia. Y desde la Cabeza, la unción se derrama sobre todo el cuerpo.

Recibimos la misma unción de Cristo para ser cristianos, es decir: “otros Cristos”. Su unción en nosotros. Su ser Hijo amado en nosotros. Su alegría y su consuelo en nosotros.

Es un don gratuito y generoso que reclama nuestra respuesta libre, también gratuita y generosa. Porque esa unción toca el corazón y, desde allí, busca determinarlo todo: conciencia, sentimientos, libertad, comportamientos.

Ser cristiano supone siempre estas tres cosas: asimilación personal de la llamada al seguimiento, incorporación cordial al pueblo de Dios, salir al mundo como testigos y misioneros.

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Todo esto acontece en el seno de una Iglesia particular.

Reunida por el Espíritu, la Iglesia diocesana es sin más la Iglesia de Cristo en un lugar y espacio concretos.
Comunión y misión marcan la respiración del cuerpo viviente de la Iglesia particular.

Acoger el don de la comunión y la fraternidad; buscar empecinadamente ser hermanos; compartir sueños y proyectos; aprender a miranos a la cara y a escucharnos con franqueza; madurar criterios y senderos comunes; no esconder los problemas por agudos que sean, sino aprender a tratarlos bien, como dice el papa Francisco, porque la unidad es superior al conflicto.

Para este camino se requiere mucha humildad y la disposición de nunca dejar de aprender. Mientras mayor es nuestro servicio, mayor nuestra disponibilidad.

Esa es la meta nunca alcanzada del todo en la vida de una Iglesia particular. En nuestro Plan de Pastoral hemos hecho una explícita opción por este modo de vivir la comunión. A eso nos empuja el Espíritu que nos da unidad en la diversidad.

Todo este arduo trabajo de comunión apunta a la misión. El Espíritu que nos reúne nos empuja a la misión. Nos hace una Iglesia “en salida” (EG 20 ss).

Nosotros lo hemos formulado así: una Iglesia y una pastoral “cercanas a la vida”, especialmente de los más pobres, frágiles y olvidados.

En la Carta pastoral 2014 he indicado cuatro senderos para concretar este ideal: la escucha de la Palabra, la revitalización de los Consejos de pastoral, la pastoral juvenil y la familiar.

Les propongo lo que he recogido de ustedes. Al menos, lo que he interpretado al escucharlos. 

Sin embargo, Dios es siempre más grande. Él no deja de sorprendernos. También para eso recibimos la unción del Santo: para estar atentos al Dios que vive y actúa incluso en la vorágine de la vida moderna. El Dios encarnado está donde están sus hijos.

Salgamos entonces a buscarlo, sin temor a nuestras fragilidades y miserias. Dios se revela a los pobres, también a los que somos torpes y lentos.

Los perfeccionistas pueden seguir esperando. Nosotros nos dejamos llevar por el Espíritu para reconocer al Dios tres veces santo en la imperfección que es propia de todo lo humano.

No dejamos de preguntarle: ¿Qué quieres de nosotros Señor de la historia? ¿A dónde tenemos que ir para buscarte y proclamarte? Háblanos, Señor, que queremos escucharte.

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El beato Juan Pablo II llamó a la Iglesia: “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).
Esta imagen ilumina la vida de nuestro Presbiterio, también uno y diverso.

La dedicación de por vida a la diócesis de los presbíteros seculares se complementa con los carismas y movilidad misionera de los religiosos.

También somos distintos por edad, procedencia, personalidad y formación, sensibilidad espiritual o teológica. Tenemos miradas diversas para los mismos desafíos. Salvando la sustancial unidad de la fe no pensamos igual sobre muchas cosas opinables.

Puede incluso que nuestro caminar como Presbiterio haya dejado cicatrices más o menos profundas. No somos ángeles. Lo reconocemos con simplicidad delante del Buen Samaritano.

¿Cuál es el dinamismo de la unción en nuestra fraternidad sacerdotal?

En la ordenación fuimos ungidos con la unción del Buen Pastor para tener sus mismos sentimientos y prolongar sus manos que bendicen y su rostro misericordioso. Juntos somos el signo del Buen Pastor en esta Iglesia diocesana.

También a nosotros el Espíritu nos empuja a la comunión y a la misión. ¿Qué es el Presbiterio diocesano sino el cuerpo apostólico cuya pasión dominante es llevar el Evangelio hasta el último rincón de la diócesis?

Queridos hermanos: el Espíritu trabaja en nuestro interior para enriquecer nuestros vínculos. Vuelvo a la imagen del papa Francisco: acaricia incluso nuestras dificultades para que aprendamos a vivirlas con el 
Evangelio en la mano.

Ahora bien, es trabajo del Espíritu. Por tanto, es gracia que jamás suple ni violenta ni mortifica nuestra libertad personal. La trabaja pacientemente para que se abra, paso a paso, al don de la comunión y la misión.

Por eso, como obispo me animo a proponerles una perspectiva de largo alcance: miremos juntos con los ojos compasivos y apasionados de Jesús la realidad de nuestro pueblo y nuestra propia comunión apostólica.

Seamos un “Presbiterio en salida”: salgamos de nosotros mismos y arriesguémonos a vivir a la intemperie. Allí nos espera el Señor. Así se vive la comunión, la fraternidad y la misión. Escuchemos una vez más el clamor de quienes anhelan la esperanza del Evangelio.

Que no nos puedan nuestros complejos, timideces o mezquindades. Y si nos pueden, sepamos que tenemos hermanos que no vienen a juzgarnos sino a darnos una mano. ¿Quién de nosotros no ha estado caído y no ha necesitado la ayuda fraterna para levantarse y seguir caminando?

Miremos al Resucitado que no deja de alentar su Espíritu sobre nosotros.

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Queridos hermanos y hermanas laicos, pastores y consagrados:

En torno al altar, presididos por el obispo, somos la Iglesia de Cristo. Iglesia en oración, adorante y peregrina. La manifestación principal del misterio que es la Iglesia misionera.

María es el mejor espejo para mirarnos. Toda santa y transfigurada por el Espíritu ella va delante de nosotros. Con ella, Francisco, Brochero, Juan Pablo II, Juan XXIII y una innumerable “nube de testigos” que han tejido con su santidad evangélica la urdimbre de esta Iglesia diocesana.

Hemos recibido la misma unción que ellos. No. No estamos solos. La unción nos hace familia.

Es hermoso caminar juntos alentados por el Espíritu de Jesús. Nos espera la Pascua que hace nuevas todas las cosas. No tengamos miedo.


Amén.

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