jueves, 29 de mayo de 2014

Según el papa Francisco el celibato es un don para la Iglesia


El papa Francisco ha dicho dos palabras sobre el celibato en su viaje de regreso de Tierra Santa. Aquí una traducción de sus palabras:

La Iglesia Católica tiene curas casados. Católicos griegos, católicos coptos, hay en el rito oriental. Porque no se debate sobre un dogma, sino sobre una regla de vida que yo aprecio mucho y que es un don para la Iglesia. Al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta. Pero en este momento no hemos hablado de esto con el patriarca Bartolomé porque es secundario, de verdad. Hemos hablado de que la unidad se hace en la calle, haciendo camino. Nosotros jamás podremos llegar a la unidad en un congreso de teología. Hay que caminar juntos, rezar juntos, trabajar juntos.

En 2004 escribí un artículo para el Diario Los Andes de Mendoza sobre el celibato. Fue en el contexto de la polémica siempre encendida sobre el celibato de los curas. Lo transcribo a continuación.

El celibato sin tapujos

He pensado mucho si decir algo sobre el celibato. Vencida la incertidumbre inicial, he tenido que pensar qué decir. La polémica nuevamente se ha encendido. Reconozco que, en líneas generales, la opinión pública tiene la cosa muy clara: el celibato contradice las expectativas espontáneas del hombre. “Es antinatural”, se añade con toda naturalidad. Debería, pues, desaparecer. Hablar del celibato es recorrer una larga lista de infortunios: represión, abuso de menores, sexualidad clandestina e hipocresía.  

Al respecto, solo queda invitar a la objetividad y al análisis sereno. Muchas de esas calamidades tienen como protagonistas a hombres y mujeres felizmente casados. De todas formas, no es lo que ahora me interesa decir. Otros lo han hecho con suficiente claridad y competencia. Mi aporte es más bien personal. Lo hago desde mi propia experiencia como hombre, como creyente y como célibe.

Me he preguntado varias veces qué condiciones hacen posible una vida célibe auténtica. La inquietud viene a cuenta de mis propias vivencias, pero también de la aventura de acompañar -con un fuerte compromiso interior- a los jóvenes que se preparan para ser sacerdotes. Mi síntesis personal -ni exhaustiva ni excluyente- se concentra en tres puntos:

1. Un célibe, ante todo, ha de creer realmente en Dios. ¿Es esto algo obvio? De ninguna manera. Un teólogo a quien mucho aprecio -Karl Rahner- habló una vez del “ateísmo reprimido” que anida en el corazón incluso de los hombres religiosos. En un contexto cultural dominado por el escepticismo, la fe viva y vivida ha dejado de ser un presupuesto obvio y se ha convertido en un desafío cotidiano. Cada día es perentorio decir: “Creo, Señor, pero aumenta mí fe”. Se trata de una fe en Dios de tal magnitud que -tarde o temprano- no puede sino resolverse en amor incondicional: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu …”. La virginidad es la radicalización, en un hombre o mujer concretos, de estas totalidades. Fe, amor y, por supuesto: oración. ¿Puede haber algo más contradictorio que un célibe que no ore o que se muestre renuente a la plegaria?

2. Un célibe ha de amar mucho, y amar en serio. Me explico. Para mí, como cura, uno de los aprendizajes más grandes y decisivos de la vida ha sido el tener que involucrarme -superando mi natural timidez- con aquellas personas que Dios ha puesto en mi camino. Involucrarse quiere decir: llevar en el corazón personas y situaciones, a veces en vigilia nocturna porque no se logra conciliar el sueño. Significa también salir al encuentro, en ocasiones con ternura casi materna, en otras con el rostro impertérrito y adusto (aunque por dentro nos estemos muriendo). Me gusta mucho repetir una frase de Juan Pablo II: el cura -dice el anciano Papa- ha de amar a su pueblo “con un amor más grande que el amor a sí mismo”. Esto es decisivo. Se trata, en el mejor de los casos, de responder con amor desbordante a quien muestra aprecio y gratitud. Pero, y aquí está lo decisivo, a permanecer fieles al amor cuando llega el frío, la oscuridad y el rechazo. Y esto ¿cuántas veces? Aparece entonces el adverbio tan temido: “siempre”, para siempre. El mejor ejemplo: Aquel que atraviesa la Pasión sólo con amor, voluntad de darse y perdonar. Es Cristo, el célibe más insigne del cristianismo.

3. Un célibe ha de ser, en última instancia, una persona humilde. ¡Atención: no apocado o acomplejado, sino humilde! Es decir: con la humildad que es verdad sobre si mismo, sobre Dios y los demás, al decir de Teresa de Ávila. ¡Verdad, no desinhibición! En este sentido, el pecado más grande contra el celibato no es la trasgresión sexual, por lo general debilidad más que malicia, sino el orgullo jactancioso del que se siente superior y, por lo mismo, solo tiene palabras desafiantes. Es la soberbia del que cree bastarse a si mismo, descreyendo de todo y de todos. Mucho de lo dicho “sin tapujos” en estos días tiene que ver con esto.

El día en que estos valores fuertes no puedan ser abrazados por un joven con mucha ilusión y la dedicación perseverante de sus energías afectivas más entrañables, todos habremos perdido algo importante en el camino hacia una humanidad digna de ese nombre. No solo la Iglesia. Todos.

No pretendo convencer a nadie acerca del valor del celibato. Eso ya lo he aprendido. La convicción, en este tema, nace del riesgo sin cálculos de la libertad. La palabra ilumina la experiencia y confirma la intuición. Aquí solo he querido comunicar mucho de lo que siento, vivo y pienso.

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