jueves, 25 de octubre de 2012

La Iglesia católica, el Concilio y el Año de la Fe


Dios ha hablado al hombre. Y lo ha hecho humanamente, con palabras humanas. Esa es la escandalosa pretensión del cristianismo. La pretensión de Jesús.

En Jesús, un judío del siglo I, Dios se ha dado a conocer definitivamente al hombre. Dios ha pronunciado una palabra, ha confiado su Verbo. Es lo que los cristianos llamamos: la Encarnación. Este judío es Dios hecho hombre.

En su intención primera, esta palabra no busca informar o ilustrar la inteligencia. Lo hará, claro que sí. Y en un grado supremo. “Se cree para entender”, repetirá buena parte de la tradición teológica cristiana. La fe es amiga de la inteligencia.

Sin embargo, esa palabra busca lo más humano del hombre. Se trata de una palabra de amistad, ofrecida como quien tiende la mano, esperando ser correspondido.

Es una palabra, por tanto, que puede ser también rechazada. “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”, escribe San Juan en su evangelio.

Un rechazo comprensible, pues si lo que el cristianismo pretende es verdadero, todo lo humano debe girar en torno a este judío llamado Jesús. Una pretensión insoportable.

Sin embargo, lo más sorprendente es que esta palabra sigue siendo escuchada y acogida como tal. Sigue habiendo hombres y mujeres que fundan sus vidas sobre esa palabra. Sigue llevando luz a las conciencias. Sigue convenciendo.

El término “fe” indica precisamente la acogida de esa palabra de amistad. Es una palabra esencial: breve, concisa, casi imperceptible. Es también frágil, pues indica una de las cosas más delicadas del corazón humano: su entregarse confiadamente a Alguien, a quien se lo juzga confiable.

Dios ha hablado, y su palabra no es un discurso sino una persona y un acontecimiento. Esa persona es Jesús el Cristo. El acontecimiento: su pasión, muerte y resurrección.

El mensaje es claro y directo: cada ser humano ha sido amado por Dios con un amor infinito, personal y originalísimo.

Por eso, la palabra “fe” indica un nuevo modo de ser y de vivir. Quien dice “creo en Dios” está indicando con ello su modo de pararse frente a la totalidad de la vida.

Al cumplirse cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II, la Iglesia está viviendo el “Año de la Fe”. Culminará en noviembre de 2013. ¿Su finalidad? Redescubrir la belleza de la fe cristiana en Dios y comunicarla en toda su noble sencillez al mundo.

Yo lo podría sintetizar así: creer en Jesucristo y anunciar su Evangelio con alegría.

Ese fue, por otra parte, el cometido del Concilio. Para eso lo quiso Juan XXIII. Eso buscaron Pablo VI y los padres conciliares. En esa intención hay que leer también la labor del beato Juan Pablo II.

Por eso, el Concilio puso en el centro de la vida eclesial la Palabra de Dios, la liturgia sacramental y el misterio mismo de Cristo como luz para el hombre contemporáneo.

Quiso una Iglesia más transparente del misterio de Dios revelado en Jesucristo. Porque Cristo es la verdadera luz del mundo, no la Iglesia.

En el inmediato posconcilio, en cambio, se puso el acento en una reforma más bien sociológica de la Iglesia. El Concilio se interpretó como una ruptura y, por lo mismo, se puso en marcha la utopía de una Iglesia distinta.

Algunos siguen insistiendo hoy en las bien conocidas (y aburridas) recetas del progresismo teológico: la fe reducida a frío moralismo y la Iglesia convertida en una agencia del cambio social.

El genuino Concilio (espíritu y letra) va en otra dirección. No una ruptura, sino una reforma en la continuidad de la única y misma Iglesia de Cristo. Lo han comprendido bien las nuevas generaciones, mejor capacitadas para interpretar correctamente su magisterio. Pasada la tormenta, la real recepción del Concilio está recién en marcha.

Quienes así lo han captado están ofreciendo realmente una perspectiva de futuro a la Iglesia. Experimentan que el futuro de la fe no pasa por su mimetización con el espíritu del tiempo, una modernización que la haga un fragmento más del mundo, irrelevante e insignificante.

A mí, como obispo católico, poco me interesa una Iglesia más moderna. Ya hemos perdido demasiado tiempo en eso. Me quita el sueño el anuncio del Evangelio: Dios en el corazón del hombre.

La verdadera reforma de la Iglesia tiene que ver con Dios y con la fe en Dios, por la que uno se deja provocar por el único Acontecimiento capaz de transformar la condición humana: el encuentro con Cristo, el Dios hecho hombre. Lo demás es añadidura.

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