viernes, 2 de noviembre de 2012

En el Año de la Fe redescubramos la vocación a la santidad - Meditación en la Pquia. "San Miguel"


Esta es una hermosa ocasión para estar reunidos. Es la solemnidad de Todos los santos: esa inmensa multitud de hombres y mujeres, imposible de contar, que nos muestran el rostro genuino de la Iglesia y la vocación más profunda del ser humano: la comunión con el Dios amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En el marco del Año de la Fe, volvamos a meditar sobre la vocación universal a la santidad, inspirándonos en la luminosa enseñanza del Concilio Vaticano II.

La santidad es una vocación, una llamada de Dios. “Así como aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta, de acuerdo con lo que está escrito: Sean santos como yo soy santo.” (1 Pe 1, 15-16).

Jesucristo es la santidad misma en persona, y la fuente de la santidad a la que nosotros somos llamados: Él nos comunica su Santo Espíritu.

Dios nos llama a salir de nosotros mismos para llegar a ser lo que Él ha soñado de nosotros: reproducir la imagen de su Hijo Jesucristo (Tú solo eres Santo). La santidad a la medida de Cristo es el sueño de Dios para nosotros, es nuestra vocación fundamental.

Escribe San Pablo a los romanos: “Sabemos, además, que Dios dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él llamó según su designio. En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8,28-30).

El Espíritu Santo es el que lleva a cabo en nosotros esta obra admirable: llegar a ser hijos de Dios compartiendo la vida misma del Hijo de Dios hecho hombre. El Espíritu es quien nos santifica: “Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu” (2 Co 1,21-22). “Ustedes recibieron la unción del que es Santo, y todos tienen el verdadero conocimiento” (1 Jn 2,20).

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No tenemos que buscar la santidad en nosotros mismos. Esto es una ilusión o un gran pecado de orgullo. La puerta de entrada a la santidad es la más pro­funda humildad, como el publicano en el Templo (Cf. Lc 18, 9-14). Es el reconocimiento humilde de nuestras miserias, debilidades y pecados.

Dios ha puesto en lo más profundo de nuestro corazón el “deseo” de la santidad, es decir, el deseo de buscarlo a él como plenitud de nuestra vida. Los deseos y las pasiones que de aquí brotan son importantísimos: son la energía vital que le dan fuerza a nuestra vida. Lo importante es: encontrar qué tenemos que desear y buscar con pasión. Cf. Salmo 61: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, sedienta, sin agua…”. 

La santidad que Jesucristo comparte con nosotros es el amor de caridad, como lo describió San Pablo en 1 Co 13. Es el amor de Cristo que se vació a si mismo, se hizo uno de nosotros, entregándose por todos. El hombre se realiza plenamente a si mismo, saliendo de si, y entregándose total­mente.

Hay que estar atentos a algunas deformaciones de la santidad, muy comunes en la experiencia religiosa: confundir la santidad con el conocimiento, con el culto, con la moral.

La santidad cristiana radica en el amor (la caridad) y en la amistad. La santidad radica en la unión de nuestra voluntad libre con la de Jesucristo. No radica (principalmente) en nuestros sentimientos, imaginación, emo­ciones o pensamientos. Es estar unidos a Cristo en la vida ordinaria y cotidiana. Un ejemplo: puede que no tenga presente al Señor en este momento, pero si estoy haciendo lo que tengo que hacer (estudiar, etc.) estoy viviendo la santidad.

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El Concilio Vaticano II ha recordado esta enseñanza en el Capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium. Repaso con ustedes algunas de sus afirmaciones fundamentales:

LG 41  Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria.
Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.

Para la enseñanza del Concilio Vaticano II, la santidad es una y católica.

Una, porque es  la santidad de Dios en Jesucristo. Es la santidad de la Iglesia, esposa amada de Cristo. Es una porque en cualquier género de vida es configuración con Jesucristo y perfección de la caridad.

Pero es también católica porque “todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo” (LG 41).

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La santidad cristiana se alimenta básicamente de la oración. ¿Qué es orar? “Tratar de amistad con Aquel que sabemos que nos ama” (Santa Teresa). En la oración se realiza de modo privilegiado la amistad y la unión con Cristo: le entregamos nuestra vida, nuestra libertad y nuestros pecados.

El camino de la santidad: creer y confiar en Dios, esperar en su promesa y amarlo por encima de todas las cosas (Dios es el único absoluto, todo lo demás es relativo).

El camino de la santidad tiene un perfil específico y concreto para cada uno de nosotros. La santidad cristiana es una vocación y una misión. Me tengo que preguntar cuál es mi misión, o también: cuál es mi lugar en el Cuerpo de Cristo (laico, sacerdote, religioso; matrimonio o virginidad). Sea cual fuere el camino de mi vocación-misión a ser santo este es siempre una forma de vivir el amor de Cristo (por Él, con Él y en Él).

En el Año de la fe tenemos que hacernos estas preguntas. “La fe -ha escrito Benedicto XVI- es decidirse a estar con el Señor para vivir con él” (Porta fidei 10). Es una bella definición de lo que implica la fe.

La fe es el Amén que damos a Dios que se nos ha comunicado en Jesucristo. Es el Amén que pronunciamos ante la manifestación más alta de la santidad de Dios: la cruz de Jesucristo.

Al ir ahora a la adoración eucarística, pidamos a María y todos los santos, que nos unan al “Amén” que ellos pronuncian ante el Rostro luminoso de Dios. 

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