jueves, 5 de abril de 2012

Jueves Santo de la Cena del Señor


Con esta solemne liturgia iniciamos la celebración anual de la Pascua cristiana. Iniciamos el triduo pascual con Jesús y como Él: reunidos en comunión para celebrar el sacramento de la Eucaristía.

Cuando lleguemos al momento central de nuestra liturgia -la gran plegaria eucarística- voy a invitarlos a elevar nuestros corazones y dar gracias a Dios Padre por Jesucristo. Lo haré con estas palabras:


Él mismo, verdadero y único Sacerdote,
al instituir el sacrificio de la eterna alianza
se entregó primero a sí mismo como víctima de salvación,
y nos mandó ofrecerlo en su memoria.
Cuando comemos su Carne, inmolada por nosotros,
somos fortalecidos;
cuando bebemos su Sangre, derramada por nosotros,
somos purificados.

Lo que oramos es lo que creemos. Esta es la fe de la Iglesia: lo que Dios nos ha revelado para nuestra salvación.

Meditemos este misterio.

*   *   *
Vivimos tiempos difíciles, complejos y de gran confusión espiritual. Por eso mismo, tiempos abiertos a la novedad de la fe.

La fe en Cristo que profesa la Iglesia católica es luz en medio de las tinieblas; es la luz de la verdad en medio de la mentira organizada de la cultura ambiente.

Por lo tanto, queridos hermanos y hermanas cristianos, demos gracias a Dios por los tiempos que nos tocan vivir, porque ellos nos ponen en la encrucijada de vivir nuestra fe con radicalidad.

En el tiempo y en la sociedad que vivimos: o somos cristianos genuinos, o no lo somos realmente.

Es cierto: hoy, también la Iglesia está atravesada por la crisis que vive la humanidad. La Iglesia católica vive una profunda crisis de fe. Una crisis que afecta, en primer lugar, a sus pastores y consagrados, a sus hijos laicos más comprometidos.

Muchas palabras, muchas reuniones, muchas actividades, muchas reflexiones sobre los temas más variados de índole social, político, económico o cultural. Pero la fe en Dios, sencilla y luminosa, firme y concreta, parece languidecer o debilitarse, como si de repente la roca adquiriera la consistencia de la gelatina.

Un signo de esta profunda crisis espiritual es el abandono de la Eucaristía, especialmente de la Eucaristía dominical.

Parece que ya no hay tiempo ni ganas ni convicción de ir a Misa. La adoración de Dios viene sustituida por el culto a otros ídolos: el partido de fútbol, el turismo, la asistencia a un espectáculo o, sencillamente, el “dolce far niente”.

*   *   *

¡Qué contradicción y, sobre todo, qué contrario todo esto a aquellos cristianos, de todos los tiempos, que han hecho de la participación en la Misa el santo y seña de su fe cristiana!

“Nosotros no podemos vivir sin el domingo”, respondieron aquellos cristianos africanos de los primeros siglos, sorprendidos por la autoridad pública mientras celebraban la Eucaristía dominical que el emperador había prohibido.

“¡No podemos!” vivir sin la Eucaristía. Por eso fueron conducidos a la muerte, al martirio. Es decir: llegaron a ser testigos, con el derramamiento de su propia sangre, del valor infinito que encierra el sacramento de la caridad que es la Eucaristía.

*   *   *

Queridos hermanos y hermanas:

Preguntémonos nuevamente: ¿cuál es el valor de la Misa? ¿Por qué la Eucaristía es tan necesaria, o, mejor: tan imprescindible para la vida cristiana?

Hemos escuchado con emoción los textos bíblicos de la liturgia de hoy. Ellos nos ayudan a encontrar la respuesta justa, la respuesta de la fe que profesa la Iglesia católica.

En la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, encontramos una primera respuesta: en continuidad con lo que vivieron y experimentaron nuestros padres al salir de Egipto, la Eucaristía de Jesús es sencillamente la “Pascua del Señor”.

Es decir: el memorial perpetuo de su más impresionante acción salvadora: entonces la liberación de la esclavitud de Egipto, hoy, para toda la humanidad: el sacramento que hace presente la acción decisiva de Dios sobre el mundo: el sacrificio pascual de Cristo, el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Hemos escuchado también a San Pablo en lo que algunos consideran el relato más antiguo de la institución de la Eucaristía. Pero el texto paulino nos abre una ventana a la celebración de la Eucaristía por las primeras comunidades cristianas.

Pablo declara: la celebración de la Eucaristía no es una ocurrencia pastoral mía, surgida de alguna reunión inteligentemente guiada. Es lo que el Señor nos dejó, viene de Él, de la inventiva de su amor. Eso es lo que cuenta realmente: lo que Jesús hizo y dijo en la última cena, lo que legó a los suyos, lo que Él ha puesto en nuestras manos.

La Eucaristía es el sacramento de la Tradición: nace del corazón del Señor y, de generación en generación, se transmite en toda su belleza y novedad. La sagrada liturgia de la Iglesia ha crecido orgánicamente como el ambiente y el medio en que se realiza este misterio de amor y de tradición.

En la noche de la traición, el Señor se entregó a sí mismo en la donación del pan partido y en la oferta generosa del cáliz lleno de vino.

La Eucaristía es el sacramento que contiene y hace presente el misterio de la entrega sacrificial de Cristo, su amor hasta el extremo, como dice san Juan en la perícopa evangélica apenas escuchada.

La santa Eucaristía es el sacramento que contiene el servicio de Cristo al mundo: la entrega de sí mismo al Padre para lavar los pecados de la humanidad. Por eso, Jesús lavó los pies a los discípulos y, cuando Simón Pedro quiso impedírselo, le dijo: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” (Jn 15, 8).

Y nos lo sigue diciendo a cada uno de nosotros, a la misma Iglesia, su esposa. Si Cristo no nos lava no podremos compartir su suerte, no podremos entrara en comunión con Él.

Vamos a la Eucaristía para que Cristo nos lave con su amor, nos purifique con su Palabra y nos renueve con la comunión de su Cuerpo y de su Sangre.

En la Eucaristía se encierra toda la fuerza revolucionaria de Cristo para la vida del mundo.

Por eso, queridos hermanos, si queremos seguir las huellas de Jesús y convertirnos también nosotros en servidores de nuestros hermanos, acerquémonos con fe y devoción al sacramento del altar, para hacer de él lo que Jesús quiso que fuera: el pan que alimenta nuestro peregrinar por este mundo, en este tiempo y en el lugar que nos ha tocado como vocación y misión.

Así sea. 

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