domingo, 22 de abril de 2012

III Domingo de Pascua: Día del Seminario de Mendoza


Tenemos que darle gracias a Dios por los tiempos que vivimos. Es un misterio de su Providencia: estamos en el lugar y en el tiempo que su sabiduría y amor paternos han determinado para nosotros. 
Pero como Dios nos ha hecho inteligentes y libres, tenemos que tratar de comprender la encrucijada en la que nos encontramos, a fin de posicionarnos libremente en ella. Es decir: hacer nuestra la gracia de nuestra elección, vocación y misión. 
Estamos en una encrucijada en la que ciertamente no se podrá ser cristiano simplemente por tradición y costumbre, como llevados por la corriente o, como algunos señalan, por el “espíritu del tiempo”.
Con esta expresión suele designarse el conjunto de ideas y valores espontáneamente apreciados por la cultura dominante. Lo que todos consideran correcto e incuestionable. Es la forma de entender y encarar la vida a la que todos debemos adecuarnos, a fin de no perder el tren de la historia. La consigna es: no parecer atrasados, superados, anacrónicos. 
No quisiera detenerme demasiado en esto, aunque sería un buen tema para conversar. Solo quiero indicar esto: hoy, con la fuerza de penetración de los mass media y la difusión de una cultura global, el conformismo con el espíritu del tiempo es un auténtico ídolo que anula a las personas. 
Quien se deja seducir por el espíritu del tiempo y la cultura dominante entrega su persona y su libertad a un ídolo autoritario y demoledor. Piensen por un instante el conjunto de convicciones que no nos atrevemos a defender en público, por miedo a ser tachados de retrógrados. ¿No nos pasa eso con nuestra condición de católicos?
La cultura dominante tiene también sus propios órganos de control social. Se fiscaliza escrupulosamente a quienes se sospecha que piensan distinto de lo políticamente correcto. Y, cuando se tiene la menor oportunidad, con razón o sin ella, se los somete al escarnio público, a la humillación, a la muerte social. El objetivo es clarísimo: hay gente que no puede hablar, hay ideas que no se pueden difundir. 
Hoy, queridos hermanos y hermanas, queridos seminaristas: ser cristiano es navegar contracorriente, plantarle cara al espíritu del tiempo con su conjunto de dogmas, refranes, usos y costumbres. 
Pero vuelvo ahora a la idea inicial: los tiempos que corren nos están obligando a ser y a vivir como cristianos, sin medias tintas, “sine glosa” como decía Francisco de Asís a sus cohermanos, indicándoles cómo debían encarnar el Evangelio en su vida personal: sin glosa, sin comentarios que le hagan perder su sabor genuino.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos: pero ¿qué significa ser cristiano? ¿dónde está la esencia del cristianismo? Reflexionemos una vez más sobre esto.
*   *   *
El Tiempo Pascual nos propone un ejercicio espiritual muy concreto: reconocer la presencia de Jesús resucitado en el hoy concreto de nuestra vida. 
Si la Cuaresma ponía el acento en la penitencia, lo hacía para que, purificado nuestro corazón y nuestra mirada interior, pudiéramos ver al Señor y reflejar “con el rostro descubierto” el brillo inmarcesible de su propio Rostro de resucitado.
Ver al Resucitado. Reconocer su Presencia misteriosa pero realísima. Dejarnos transformar por su Espíritu.
Vamos al texto evangélico que acabamos de escuchar (Lc 24,35-48), porque allí encontramos algunas pistas fundamentales para emprender esta gozosa tarea espiritual de reconocer al Señor.
*   *   *
La perícopa que hemos escuchado forma parte del capítulo final del evangelio según San Lucas. 
Podemos decir que el evangelista escribió todo lo anterior pensando en las tres escenas que nos narra aquí: el sepulcro vacío con la gran pregunta a las mujeres (“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”); el hermoso relato de Emaús (Jesús peregrino, las Escrituras y la Fracción del pan); la gran aparición a los discípulos.
Lo primero que nos dice el texto evangélico es que Jesús impone su presencia a los discípulos. En realidad, ellos no terminan de dar crédito a las mujeres, a los de Emaús y al mismo Pedro, a quienes ya se había aparecido el Señor.
Primera enseñanza: No podemos forzar las cosas. Es el Señor el que tiene la iniciativa. Él nos alcanza en el camino de la vida. Hay que buscarlo, es verdad, pero con la humildad de los mendigos.
La segunda pista que nos da el relato es un gesto y unas palabras preciosos de Jesús, a unos discípulos que están como atontados y sin saber qué hacer ante su Presencia. Escuchemos el relato: “Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies” (Lc 24,37-40)
¿Qué tienen las manos y los pies de Jesús? Las llagas y las cicatrices de la Pasión. Así se impone Jesús para ser reconocido: mostrando el extremo de su amor, su pasión por el mundo, su amor que reconcilia y pacifica. 
Segunda enseñanza: En la cruz encontrás a Jesús. En la cruz como símbolo de nuestra fe (la que está junto al altar, la que llevamos en el pecho, la que colocamos en algún lugar visible). En la cruz, contemplada en la oración y en la fe. Algún día también a nosotros, como a Teresa de Ávila u otros, la cruz se nos cae encima.
Tercera enseñanza: Cada vez que ves a alguien amar hasta el extremo de las cicatrices, ahí estás viendo al Crucificado que, con su amor, ha vencido la muerte. Atención entonces.
Hay una tercera pista en la perícopa evangélica. Ya la habíamos encontrado en el relato de Emaús: la comida en común. Aquí se remarca la humanidad corpórea de Jesús: “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos” (Lc 24,41-43). 
Pocas cosas hay tan humanas como el comer juntos, comer en presencia de los demás, de los que nos aman, de los que nos reconocen como parte de sus vidas. Aquí hay dos cosas juntas: la Iglesia y la Eucaristía. Son en realidad una sola cosa, no solo en el Evangelio y la fe de la Iglesia, sino en nuestra vida concreta de creyentes y miembros de la Iglesia.
Cuarta enseñanza: No despreciés la humanidad de la Iglesia porque en ella, solo en ella, encontrás la humanidad transfigurada de Jesús.
Por último, la última pista que, sin embargo, de alguna manera precede a todas las demás. Las precede, al menos temporalmente: las Escrituras leídas desde Cristo, o con Cristo como criterio de interpretación de su mensaje.
Dice el evangelio: “Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así esta escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. (Lc 24, 44-48).
Jesús abre la inteligencia para que, a través de la lectura asidua y cotidiana de las Santas Escrituras, comprendamos el designio de Dios que tiene su centro en la pasión del Señor. 
Pero, de lo que se trata es de leer las Escrituras como quienes es testigo de lo que ellas narran. Es decir: dejando que el mensaje de la Palabra toque mi vida, me haga parte de ella misma. Eso es un testigo: alguien que lleva la Palabra y que es llevado por ella, al punto que solo puede comunicar lo que ha visto y oído. 
Quinta enseñanza: Leer las Escrituras con fe, con confianza y apertura al Espíritu. Y leerlas cada día, dedicando un espacio bien importante para que Jesús tenga la oportunidad de abrirnos la inteligencia para comprender el amor de Dios, y hacernos sus testigos.
*   *   *
Hoy celebramos el día del Seminario y damos inicio al Mes vocacional. 
Mi mensaje al Seminario es sencillamente este: sean, por encima de todo, una comunidad cristiana, que vive el Evangelio, que educa según el Evangelio de Cristo, que enseña a ir contracorriente.
No se dejen seducir por el espíritu del tiempo, por las modas, por el conformismo que respiramos cada día.
Vivan y anímense mutuamente a vivir en el reconocimiento del Señor resucitado. Él les abrirá el corazón para comprender el misterio de la pasión de Dios por el mundo, de la que los pastores somos testigos privilegiados.
Un día, el Buen Pastor va a comunicarles sacramentalmente su propia caridad pastoral.
Ir contracorriente es también hacerse misioneros de un mensaje de esperanza que ilumina a nuestros hermanos. Les muestra, como ha hecho con nosotros, el sentido de nuestra vida, nuestra vocación y misión.
María y José, discípulos y oyentes de la Palabra, acompañan este caminar. A ellos nos confiamos. Amén. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.