viernes, 23 de julio de 2010

Jesucristo

Ha escrito el Papa Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Dios es amor 1).

La fe es así el encuentro con una Persona: Jesucristo. Para la fe católica, Jesucristo es un ser viviente. Vive, habla y actúa, de tal modo, que puede alterar el curso de la vida de quien lo conoce, y se deja interpelar por Él.

Así lo atestigua la experiencia de los grandes creyentes: de los primeros discípulos a los santos de hoy. El encuentro con Cristo ha sido para ellos una revolución que les ha abierto nuevos caminos, insospe-chados y fascinantes. Pensemos en Teresa de Calcuta que emprendió su aventura de caridad, habiendo escuchado a Cristo, mientras viajaba en tren.

La fe es algo más que un mero saber que Dios existe. Es confiarse a Dios y a su palabra, porque Él es la Verdad y no puede engañar. Es don de Dios, y respuesta libre del hombre, en pleno uso de sus facul-tades. La fe ilumina la razón humana, la sostiene y le abre al horizonte infinito de la verdad. La fe es un acto personal, a la vez que profundamente comunitario. El verbo creer se conjuga siempre en singular (“creo”) y en plural (“creemos”).

Con la luz interior del Espíritu Santo, el hombre puede descubrir los signos de Dios en su vida, en la creación, en el testimonio de los santos, en los acontecimientos de la historia. Sin embargo, el gran signo de Dios al hombre es Cristo crucificado. La fe -en su sentido más hondo- es la respuesta libre del hombre al amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo.

Las fórmulas dogmáticas de la Iglesia expresan la profundidad del misterio con palabras solemnes, im-perecederas, luminosas. “Creo en Dios Padre todopoderoso … Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor … Creo en el Espíritu Santo”. Así confesamos nuestra fe los católicos cada domingo, después de escuchar los textos de la Biblia. La fe es siempre respuesta a Dios que habla primero.

Para la fe católica, Jesús, un judío del siglo Iº, que nació de María y murió bajo Poncio Pilato, es “Cris-to”, es decir: lleno del Espíritu de Dios. Es también “Señor”. Y, sobre todo, es “Hijo unigénito”. Todo lo que el Nuevo Testamento dice de Jesús se resume en este título: “Hijo”. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Murió para salvarnos; y Dios, su Padre, lo resucitó.

¿De dónde provienen estas afirmaciones de fe? De los escritos del Nuevo Testamento, custodiados y transmitidos por la tradición viva de la Iglesia. En ellos, la Iglesia ha reconocido la voz de Dios y, por eso, los reconoce como Palabra de Dios inspirada.

A mediados del siglo Vº, la Iglesia tuvo que expresar su fe en Jesucristo, definiendo con precisión los límites que nunca podrán ser franqueados si se quiere permanecer en la fidelidad a Jesús de Nazaret, y a lo que dicen de él los escritos del Nuevo Testamento. De Jesucristo afirmó el Concilio de Calcedonia: “Una persona en dos naturalezas”. Verdadero Dios y verdadero hombre. La fe eclesial traduce así el testimonio bíblico: “El Verbo de Dios se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1,14).

Un gran creyente del siglo Iº -Pablo de Tarso- escribirá: “Mientras vivo esta vida mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,19-20).

Aquí está todo. Un hombre concreto es también Dios en persona. Dios hecho hombre. Salvador de todos los hombres. Con esta fe se vive, y con ella también se muere. Aquí está toda la pretensión de la fe cristiana.

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