martes, 1 de noviembre de 2011

Todos los santos


Conocí a Lucía (que viene de “luz”) hace un par de años. Por entonces debe haber estado rondando los 80. Hoy mide su tiempo con el calendario de la eternidad. Su vida no fue sencilla. Y es poco decirlo así: fue bastante pesada.

La conocí con una sonrisa en los labios y una gentileza que hacía más luminosa la humildad de su vivienda y la sencillez de su vida. No sé de cuánto tiempo era viuda. Lo cierto es que su vida eran sus hijos no videntes y sin poder comunicarse oralmente. Ella era su luz.

¿Cómo hizo? No lo sé, pero cada uno de ellos logró una relativa autonomía para vivir, trabajar y moverse. En realidad, el amor todo lo puede. El amor hecho cariño, perseverancia y paciencia.

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Luis está en cama desde hace ya varios años. Tampoco él puede ver con los ojos de su cuerpo. Sus ojos son los de Alicia, su esposa y compañera. Sus ojos, sus labios, sus piernas y su alma.

“Hay días en que me canso, Padre”, me dice con sincero dolor. “Aquí estoy. Este es mi lugar”, añade desarmando cualquier palabra que intento decir.

Se toman de la mano, rezamos el Padre nuestro y, así juntitos, reciben la sagrada Comunión, que para eso he ido. Soy cura: llevo la Eucaristía para esos esposos, para los que Dios inspiró el Cantar de los Cantares. Solo para ellos.

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Marita tendrá…¿15 o 20 años? No lo sé o no retuve el dato. Creo que no lo pregunté. Es solo un dato superfluo.

Es invierno y lleva una campera que le queda un poco grande. Su cabeza está cubierta por una gorra que le llega hasta las orejas. No importa que estemos en el templo y no se sufra tanto el frío.

Cuando estamos a punto de empezar la Misa, el buen párroco me dice: “A Marita le gusta subir a altar. A lo mejor (¡a lo mejor!) empieza a dar algunas vueltas”. Y, con ojos un poco pícaros, añade: “Espero que no te moleste”.

Comienza el canto, y allá vamos: diácono, párroco, obispo y, al final de la procesión, Marita. Es el puesto de honor.

Dicho y hecho. Se sienta unos segundos. Se para. Va de un lado a otro. Camina. A veces apresura el paso. Así, mientras comienza la Misa, cuando se leen las lecturas, y también cuando el obispo predica.

Me siento, y ella se sienta a mi lado. Me paro, y ella se pone de pie. Vuelta a empezar. Cuando llega el momento de poner sobre el altar el pan y el vino, allí está Marita dando vueltas. Del ofertorio pasamos a la consagración: el momento del Sacrificio de Cristo, el inocente Cordero que quita el pecado del mundo y trae la paz a nuestras vidas atormentadas.

Cuando tengo los brazos abiertos, siguiendo las prescripciones del rito, Marita se acerca y, con una mezcla de pudor y de travesura, me da un beso en el codo.

La liturgia dice que, mientras el sacerdote ofrece el Sacrificio, los ángeles se unen al canto de la Iglesia militante. Es más, el Canon romano habla del Ángel de Dios que lleva la ofrenda ante la divina Majestad.
Yo pienso: “Normalmente, a los ángeles no se los ve. Son espíritus puros. Invisibles. En esta Misa, sin embargo, he visto a un ángel dando vueltas alrededor del altar”.

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Como se dice en las películas: he cambiado nombres y algunas circunstancias. Los hechos, empero, son rigurosamente ciertos. Y podría añadir otros.

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Así reza la Iglesia el 1° de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos: “Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar en una sola fiesta los méritos de todos tus Santos; te rogamos que, por las súplicas de tantos intercesores, derrames sobre nosotros la ansiada plenitud de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo…”

“Los méritos de todos los santos…”

Esta semana me tocó explicar, en el Seminario, la noción católica de mérito. Una preciosa manifestación de lo que logra la gracia de Dios en el corazón humano. El Dios tres veces Santo, santifica y renueva interiormente al hombre, potenciando su libertad para que edifique su vida hasta tocar el cielo.

Cuando Dios mira al mundo: ¿qué ve? Ve a los santos: hombres y mujeres que reproducen en sus vidas, ocultas para la vanidad del mundo, los rasgos fundamentales de Jesús, el Hijo, el Santo. Reproducen su amor y compasión, su pureza e inocencia, su mansedumbre.

Dios mira al mundo y ve lo que nosotros, normalmente, no logramos ver: la luz en medio de las tinieblas, el perdón que vence al odio, la misericordia que triunfa sobre el juicio. Ve la pasión de Lucía, la fidelidad apasionada de Marita y Luis, la inocencia angelical de Marita. Ve la santidad que Él mismo desparrama a manos llenas, como aquel sembrador de la parábola. Ve al hombre como persona. Ve lo que es, no lo que tiene. Por eso, solo Dios salva.

¡Dios nos dé ojos y mirada limpios para ver el mundo como Él lo hace!

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