miércoles, 30 de mayo de 2012

25 años de episcopado de Arancibia


El pasado de fin de semana, como Iglesia diocesana, vivimos una verdadera fiesta de la fe. Celebramos los 25 años de ordenación episcopal de nuestro Arzobispo José María Arancibia.

Habíamos venido preparando la celebración desde el año pasado, aunque en estas últimas semanas -como suele ocurrir- se piso a fondo el acelerador.

Tanto en la web del Arzobispado como en el Facebook de la Oficina de Prensa hay información abundante sobre el evento. No voy a volver sobre ella.

Quisiera solamente hacer una breve lectura espiritual de lo vivido. Una lectura desde el Espíritu de Jesús, recibido en Pentecostés.

Ya he comentado anteriormente que, puestos a programar estas celebraciones, recibimos del Arzobispo un criterio preciso: no centrarnos en su persona, sino en la misión del obispo, destacando sobre todo el espíritu misionero y la caridad hacia los más pobres.

El carisma episcopal se juega en esto: velar para que el anuncio de la Buena Noticia alcance hasta el último rincón de la diócesis y para que la caridad del Buen Pastor guíe realmente a sus discípulos.

De todas formas, en estas últimas semanas pude ser testigo del cariño, aprecio y valoración de la Iglesia diocesana hacia la persona de su obispo. Podría señalar muchos gestos, palabras y vivencias concretos. Los guardo para mí y para el Señor que sabe recompensar a quien obra en lo secreto.

Tanto en la Eucaristía del sábado como en el brindis que siguió percibí un clima de familia. Pero un clima que nace de la fe y se nutre con el amor a la Iglesia. Arriba señalé que fue una “fiesta de la fe”, ahora añado también: un momento muy hondo de Iglesia.

Me animo a decir lo que Pablo VI dijo del Concilio: “Aquí está el Espíritu Santo”.

Gran osadía, porque si es posible hacer una experiencia de Espíritu, esta nunca puede ser aferrada. Espíritu, en definitiva, viene de soplo, brisa, viento, aliento y respiración. Lo invisible que se vuelve visible solo en sus efectos.

Me llamó la atención la emoción de todos los que participaron. Algunos tuvieron una intervención especial: Carlos Franzini, obispo de Rafaela y amigo de Arancibia tuvo la homilía, iniciada con la voz quebrada; Pablo López, uno de los curas ordenados por el Arzobispo, que habló durante el almuerzo: ¿cómo olvidar las sabias y certeras palabras, también llenas de genuina emoción, de Olga Marsollier?; la intervención profunda del Cardenal Karlic, maestro y amigo del Arzobispo.

Tuvimos también la alegría y el honor de contar con la presencia del Señor Nuncio Apostólico de Su Santidad en Argentina, Mons. Emile Paul Tscherrig. Tuve la ocasión de estar muy cerca de él en la mayoría de los momentos compartidos. Corroboró la impresión que me había hecho de su persona en Buenos Aires: un hombre sencillo, franco y -esto sí me sorprendió gratamente- con una visión muy clara de la misión de la Iglesia en el mundo de hoy.

Voy terminando este relato, necesariamente incompleto. Dejo para el final algo que me ha parecido muy evangélico: como siempre, los que dijeron presente a la celebración fueron los más pobres, los más lejanos y los que tienen razones personales para participar.

La Iglesia tiene que ver con el corazón de los hombres. Allí donde se juegan las cosas más verdaderas y duraderas. Ese es el campo que su Fundador le asignó como terreno para su labor: trabajar los corazones.

Esto vi en este fin de semana, intenso pero también lleno del consuelo y de la paz del Espíritu de Cristo. 

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