jueves, 6 de enero de 2011

Epifanía del Señor: El Emmanuel se manifiesta a las naciones

La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra.

Mt 2,9b-11

Sabemos que estas predicciones (del AT sobre la salvación para los gentiles) empezaron a cumplirse desde que la estrella hizo salir de su lejano país a los tres magos, para que conocieran y adoraran al Rey de cielo y tierra. Su docilidad es para nosotros un ejemplo que nos exhorta a todos a que sigamos, según nuestra capacidad, las invitaciones de la gracia, que nos lleva a Cristo.

San León Magno, en el Sermón del Oficio de Lecturas de la Epifanía

Dos comentarios. Uno más largo, aunque sin demasiada ilación. Otro más escueto y personal.

Va el primero. Jesús es el verdadero Oriente de los hombres y de los pueblos: la luz que ilumina y orienta en su caminar a todos los hombres. Esto mismo lo podemos decir con una frase muy breve, sencilla, pero también profunda. Una confesión de fe: “Dominus Iesus” (“Jesús es el Señor”).

La liturgia de la noche de Pascua lo expresa con palabras también entrañables. Mientras el sacerdote marca la cruz y la cifra del año en curso dice: “Cristo, ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. A Él pertenecen el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.”

¿Cómo será la figura histórica de la Iglesia católica en los próximos años o décadas? Se pueden decir algunas cosas sensatas. A ciencia cierta, yo no sé bien qué quedará y qué permanecerá de lo que hoy conocemos, y en lo que subsiste la esencia inmutable de la Iglesia fundada por Cristo. Eso, en definitiva, está en las manos del Señor resucitado, que conduce sabiamente a su Iglesia para que permanezca suya, no nuestra. Él es el Kyrios, el Señor. Él nos ha hecho esta promesa fundamental: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Solo me animo a decir que, como en los inicios del cristianismo, nosotros y las futuras generaciones hemos de salir al mundo iluminados por el Sol que nace del oriente, pues sólo Él es la luz de los pueblos. Testigos de la luz de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Nos han sido confiados bienes preciosos: la Palabra, la Eucaristía y los sacramentos, la caridad que derrama el Espíritu en los corazones, la luminosa santidad de los santos, el cayado de los pastores. ¡Somos libres!

Segundo comentario. ¡Qué acierto el de León! Dios nos regala una estrella (o varias) que orientan nuestro caminar hacia Cristo. La vieja teología nos diría que no le faltan al peregrino las gracias actuales que encienden los deseos del corazón, que iluminan y esclarecen la mente, que fortalecen el corazón para hacer lo que hay que hacer, etc. Dios nos guía. Es nuestro maestro interior. El P. Becker -jesuita alemán y profesor en la Gregoriana- decía que, en definitiva, esto quiere expresar el dogma de la inhabitación trinitaria en el alma del justo: Dios, desde dentro, conduce nuestra vida de fe.

Escribiendo esto, he recordado una escena que otros fanáticos también reconocerán. No es un texto dogmático o de fe ¿Tengo que aclararlo? La transcribo abajo:

“Y tú, Portador del Anillo -dijo la Dama, volviéndose a Frodo-; llego a ti en último término, aunque en mis pensamientos no eres el último. Para ti he preparado esto -Alzó un frasquito de cristal, que centelleaba cuando ella lo movía, y unos rayos de luz le brotaron de la mano.- En este frasco -dijo ella- he recogido la luz de la estrella de Eärendil, tal como apareció en las aguas de mi fuente. Brillará todavía más en medio de la noche. Que sea para ti una luz en los sitios oscuros, cuando las otras luces se hayan extinguido. ¡Recuerda a Galadriel y el Espejo!”.

Frodo tomó el frasco, y la luz brilló un instante entre ellos, él la vio de nuevo erguida como una reina, grande y hermosa, pero ya no terrible. Se inclinó, sin saber qué decir.

Del Libro segundo, capítulo 8 (“Adiós a Lórien”) de J.R.R. Tolkien, “El Señor de los Anillos. La comunidad del Anillo”.

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