martes, 6 de septiembre de 2011

Como el mismo Dios la honró

Mendoza, 11 de setiembre de 2011
Querida amiga, querido amigo en Cristo:

Hola. ¡Paz y bien!

Aquí estoy de nuevo para hablarte de María. Lo cual -dicho sea de paso- es muy agradable.

Dejé picando algunas preguntas importantes. Dedico esta carta a la primera de ellas: ¿Cómo ha honrado Dios a María? En otras palabras: ¿Cuál es su lugar en el designio de Dios?

Vamos al grano: María es la madre de Jesús. Esa es su vocación-misión en el plan de Dios. “Santa María, madre de Dios”, le dice la Iglesia orante. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”, anota San Pablo (cf. Gal 4,4).

Madre de Jesús, el Señor. La clave de todo es Jesús. Él es el centro del proyecto de Dios. Él le da sentido a todo. También a la joven de Nazaret, a quien, llegado el momento justo, Dios le manifestó su plan. Y ella dijo: “Amén. Hágase en mí según tu palabra”. Y concibió por obra del Espíritu Santo.

Dios ha honrado a María llamándola a la vida, creándola mujer, invitarla a ser la madre virgen de su Hijo encarnado, nuestro Salvador, el que nos da la vida verdadera y nos hace libres.
Por todos estos motivos, los creyentes la honramos, como el mismo Dios la honró.

*   *   *
María ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza. Como todos nosotros. Esos sí, con una gracia especial: llamada a ser madre de Cristo, fue preservada del pecado original. Es la “Purísima”, la toda santa.
El Espíritu Santo la cubrió con su sombra para que engendrara en su vientre virginal al Hijo de Dios. Pero el Espíritu ya moraba en ella, colmándola con su gracia, sus dones y frutos, como también con las virtudes, especialmente la fe, la esperanza y la caridad.

La santidad de María es la más perfecta que ha podido darse en una creatura, después de la santidad de Cristo. Ella es la discípula perfecta que ha vivido la unión con Cristo y el amor de Dios en grado sumo. Nadie se ha configurado tan plenamente con Cristo como ella. Esa es precisamente la santidad cristiana: unidos a Cristo; su vida en la nuestra; Él en nosotros y nosotros en Él.

María, llena de gracia, ha desarrollado como nadie su propia humanidad. La cercanía de Dios la ha potenciado como persona y como mujer. Los rasgos de María que nos transmiten los relatos evangélicos nos permiten contemplar a una mujer, plenamente realizada en su ser femenino.

Es madre: a ella se le ha confiado la vida. Es virgen: vive totalmente para Dios. Busca con inteligencia el querer de Dios. Dialoga con Él, repasa y contempla su designio salvador, especialmente cuando resulta difícil comprenderlo. Y obedece su palabra. Es servidora humilde de los demás, especialmente de los pobres, de los más necesitados. Es fuerte en el dolor y paciente en la espera. La vemos al pie de la cruz, pero también con los discípulos en el Cenáculo. Su oración sostiene a la comunidad cristiana. Es plenamente discípula, creyente y mujer.

La mano creadora de Dios se ha mostrado, en María,  mano de artista. Y esto es un mensaje de esperanza para nosotros. Estamos hechos de su misma madera. Ella es una de nuestra raza.
Parece, entonces, decirle a la Iglesia y a la humanidad entera: “¡Arriba los corazones! No obstante el pecado, la creación refleja la belleza y la bondad del Creador. Todos estamos en sus manos. Su amor tiene la última palabra. Dios es amigo de la vida”.

Elevada en cuerpo y alma al cielo, María participa de manera especial de la resurrección de Cristo. Ora e intercede por nosotros. Sostiene el caminar de la Iglesia.

Podría seguir. Dios ha honrado a María con gracias singulares. La tradición ha acuñado una expresión que suena exagerada, pero que comprenden bien los que aman: “De Maria nunquam satis” (Sobre María, nunca es suficiente lo que decimos).

Es que cuando la miramos nos pasa algo extraño (y hermoso a la vez): nos damos cuenta de su increíble belleza y santidad. Sin embargo, la sentimos cercana, presente, compañera de camino.

Eso se puede decir con una sola palabra: “madre”. Madre de Dios, madre nuestra, madre de la Iglesia.

Te dejo pensando estas cosas. Otra vez: rezá un Ave María, o las Letanías. Pero rezalas despacito, como tratando de tomarle el gusto a cada título mariano.

Nos vemos,

+ Sergio Buenanueva, obispo

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