miércoles, 14 de septiembre de 2011

Como el mismo Jesús la amó


Mendoza, 18 de setiembre de 2011
Querida amiga, querido amigo en Cristo:

Hola. ¡La paz de Cristo!

Vuelvo al tema que motiva estas cartas: conocer, honrar y amar a María. Esta vez, quisiera hablarte del amor a Nuestra Señora.

El amor a María es una realidad viva. Tiene raíces profundas y vigorosas en la Iglesia. No hay que hacer mucho para avivar el fuego de ese amor que habita en los corazones de los fieles.

María es amable en sí misma, por lo que ella es: creatura de Dios, toda santa. Es, sobre todo, madre de Jesús. Por eso la amamos. De todos modos, preguntémonos: ¿qué significa amar a María?

Aquí nos dejamos guiar por un auténtico maestro: San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716). Me he inspirado en una de sus obras más conocidas y difundidas: “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María”. Una obra clásica, con una enseñanza que no pasa.

En el capítulo III de la segunda parte, dedica unas páginas preciosas a describir los rasgos fundamentales de la verdadera devoción a la madre de Dios. Habla de una devoción interior, tierna, santa, constante y desinteresada. Amor y devoción se identifican. Cito casi textualmente:

Es interior porque “procede del espíritu y del corazón, de la estima que se tiene de Ella, de la alta idea que nos hemos formado de sus grandezas y del amor que le tenemos”.

Es una devoción tierna, llena de confianza, “como la confianza del niño en su querida madre”. Por eso, uno recurre a María con gran sencillez “en las dudas, para que te esclarezca; en los extravíos, para que te convierta al buen camino; en las tentaciones, para que te sostenga; en las debilidades, para que te fortalezca; en los desalientos; para que te reanime; en los escrúpulos, para que te libre de ellos; en las cruces, afanes y contratiempos de la vida, para que te consuele, y finalmente, en todas las dificultades materiales y espirituales, María en tu recurso ordinario, sin temor de importunar a tu bondadosa Madre ni desagradar a Jesucristo”.

Es un amor santo porque “te lleva a evitar el pecado e imitar las virtudes de la Santísima Virgen y, en particular, su humildad profunda, su fe viva, su obediencia ciega, su oración continua, su mortificación universal, su pureza divina, su caridad ardiente, su paciencia heroica, su dulzura angelical y su sabiduría divina”. En otras palabras: te configura con Jesús y con sus sentimientos. Esa es la santidad cristiana.

Es, además, una devoción constante porque “te consolida en el bien y hace que no abandones fácilmente las prácticas de devoción… Lo que no quiere decir que no caigas algunas veces ni experimentes algunos cambios en tu devoción sensible. Pero, si caes, te levantarás, tendiendo la mano a tu bondadosa a Madre, si pierdes el gusto y la devoción sensible, no te acongojarás por ello. Porque, el justo y fiel devoto de María vive de la fe de Jesús y de María y no de los sentimientos corporales”.

Es, por último, un amor desinteresado porque “te inspirará no buscarte a ti mismo, sino sólo Dios en su Santísima Madre. El verdadero devoto de María… ama a María, pero no por los favores que recibe o espera recibir de Ella, sino porque Ella es amable… La ama lo mismo en el Calvario que en las bodas de Caná”.

Jesús amó a María, y nos enseña a amarla con sus mismos sentimientos de hijo. Es también una gracia que suplicamos con humildad al Señor. Si te animás, rezá un misterio del Rosario.

+ Sergio Buenanueva, obispo

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