jueves, 8 de diciembre de 2011

Hace 40 años, mi Primera Comunión


Cierro los ojos y veo todo, como si no hubiera pasado el tiempo. Veo el altar, al P. Alfonso Milagro con una casulla antigua, con finos bordados en color azul. Veo las paredes de ladrillo visto, típicas de la Parroquia “Nuestra Señora del Carmen”. Me veo a mí mismo con el típico trajecito blanco y el moño en el brazo.

Tenía solo 7 años. ¡Lo que atesora la memoria del corazón de un niño! Lo que entró por los ojos no se ha ido más. Se ha transformado en el fundamento de la vida del niño hecho un hombre adulto. 

Hace cuarenta años hacía mi Primera Comunión. Un 8 de diciembre, Día de la Inmaculada.

Buscando en la memoria, veo también la escena de mi primera confesión con el recordado Padre Manuel Álvarez. Hasta me acuerdo de los pecados que confesé.

A medida que pasa el tiempo, uno va aprendiendo a unir los hechos de su propia vida, percibiendo en ellos el fino hilo rojo con que la Providencia va tejiendo su designio de salvación.

La propia biografía es lugar de experiencia de Dios. Una de las más hondas y, seguramente, la más incisiva, porque se confunde con lo que uno es.

Mi vocación sacerdotal está indisolublemente ligada a la Eucaristía. Soy cura, porque Dios puso en mí el deseo de celebrar la Misa, desde chiquito. Viendo a aquellos curas (y otros que atesoro en el corazón), yo mismo sentí ganas de “decir Misa”.

Por más que revuelvo las motivaciones por las que soy lo que soy, ese motivo termina siendo el determinante. Soy cura por la Eucaristía.

Hace cuarenta años recibí, por primera vez, al Señor en la sagrada Hostia. Realmente presente bajo los velos de los signos.

Doy gracias, y pido la gracia de la fidelidad eucarística. Mucho más ahora que, como pastor, debo velar para que no falte el Pan de la Vida al Pueblo de Dios.

Sí, me atraviesa el corazón la tibieza de los jóvenes, a quienes ni se les cruza por la cabeza que pueden servir a los demás llevándole el Pan bajado del cielo. Otros amores distraen el corazón. ¡Ese AMOR es único! Tiene un sabor incomparable, como rezamos en la liturgia.

Seguramente, nosotros los sacerdotes tenemos buena parte de responsabilidad en ello. La Inmaculada nos ayude a renovar nuestro fervor eucarístico.

Dios le dé a su pueblo manos sacerdotales para partir el Pan que es Cristo. Amén. 

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