jueves, 8 de diciembre de 2011

La Purísima


Le damos gracias a Dios por estar reunidos, una vez más, en este lugar y para esta fecha, celebrando a Nuestra Señora, la “Purísima”.

Esta es una fiesta de la fe, y de la fe cristiana en Dios. Porque Él se ha manifestado en María Inmaculada de un modo sorprendentemente humano. Se hizo hombre en ella.

¡Una fiesta de la fe! La cercanía de Dios y su presencia en la pura y limpia Concepción, es la fuente de nuestra alegría. Estamos alegres en Dios, por Dios y gracias a Dios.

Por eso hacemos fiesta: porque Dios está presente, y donde Él está hay ganas de vivir, alegría por la vida, fortaleza en la prueba y una insobornable esperanza. Donde hay una genuina experiencia de fe, existe también el deseo de expresarlo con el canto, con el rostro iluminado, con el sencillo y profundo gesto de estar unos junto a otros.

Lo expresamos con la oración: una oración de alabanza y de adoración; con el silencio que abre el corazón para escuchar mejor que con los oídos; con el humilde pedido de perdón del corazón arrepentido de sus miserias y pecados; y la intensa (y también: emocionada) súplica por los seres queridos y tantas necesidades que llevamos en el alma.

Una fiesta de la fe que se manifiesta en esta inmensa multitud que ora. Es una visión magnífica: mientras muchos van y vienen agitados por los accesos a Mendoza, aquí se ora en la paz y la “sobria embriaguez del Espíritu”, como decían los primeros cristianos.

Aquí, la orgullosa ciudad que le ha ganado al desierto, se abre humildemente al Dios del Evangelio. Porque por más que tengamos todo y que a fuerza de pulmón nos ganemos el pan, nuestra vida es un desierto estéril sin Dios, sin el agua viva del Espíritu Santo.

Y ahora, en esta hermosa tarde, más hermosa por la Purísima que se une a nuestra plegaria, estamos gastando nuestro tiempo, entregándolo gratuitamente al Dios que nos ha dado todo. Por eso, aquí resplandece la verdad de la vida.

Esto es digno de destacar. Seguramente no tendrá cabida en los titulares. Pero es una realidad, más real que la cordillera que dibuja su majestuosa silueta en este atardecer.

*   *   *

Sin Dios no hay alegría, a lo sumo: diversión. Sin Dios no hay esperanza, ni sentido para las cosas, grandes y pequeñas. Sin Dios no hay humanidad. María nos enseña estas verdades que nuestro corazón reconoce como verdaderas; y que escuecen el corazón de los soberbios.

Por eso, esta fiesta no necesita nada extravagante para despertar y alimentar la alegría. No necesitamos alcohol, ni estimulantes, ni desborde o descontrol. No es necesario despertar las bajas pasiones de nadie para estar felices y plenos.

Por eso, esta alegría es duradera. No se apaga rápidamente, dejando resaca en el cuerpo y tristeza en el alma. Queda para siempre, como son las cosas de Dios.

Para vivir este momento de fiesta, tampoco necesitamos echar mano de la burla o el escrache de los demás, mirándolos con desprecio, porque nosotros mismos nos despreciamos, y ya no logramos creer en nada ni en nadie.

Aquí nadie se siente juez de las debilidades ajenas. Todos nos reconocemos pecadores delante de Dios, pero pecadores perdonados, reconciliados, rehechos por la misma gracia que preservó a María de la mancha del pecado original. Y así, todos, nos presentamos ante Dios.

La sabiduría del Evangelio nos ha enseñado a detestar el pecado y a tender la mano al pecador, amado tiernamente como Jesús lo hace, porque todos lo somos, porque Cristo ha muerto por todos y, en última instancia, porque solo Dios es juez del alma.

Lo digo una vez más: estamos celebrando, por estas y mil razones más, esta fiesta en honor a la Purísima. Es una fiesta de la fe. Una fiesta porque Dios está presente en la historia de los hombres, derramando la alegría de su Espíritu en los corazones que Él mismo visita.

Es, queridos hermanos y hermanas, la alegría misma de María.

Se trata de una alegría serena, que colma el alma y nos deja en paz. Nos hace más humanos. Nos mejora en lo más humano de nuestra vida. Nos contagia gusto por la vida, ganas de vivir y de llevar vida a los demás.

Es verdad, entonces, lo que hemos expresado en el lema de este año: María, la Purísima nos educa para la vida.

*   *   *

María es la mejor catequista que tenemos los cristianos. Nadie como ella para llevarnos a Jesús y mostrarnos su Misterio, para educarnos en la escuela del Evangelio, para hacernos dóciles a la acción de su Espíritu.

Yo le pido esta tarde que nos eduque para la vida, como hemos puesto en el lema. Que aquí, en Guaymallén de Mendoza, los católicos seamos alegres testigos del Evangelio de la vida.

¿Se puede anunciar la victoria de la vida sobre la muerte con timidez, con complejo de culpa, con sentimientos de inferioridad o de baja autoestima? ¿Se puede vivir la resurrección de Cristo con el rostro amargado, escondidos y mudos?

Que vivamos un catolicismo pleno, alegre, despojado de falsos pudores. Ofrezcamos nuestra palabra a todos, sin complejos, pero también sin agresividad. A nadie le imponemos nada. A todos les proponemos una verdad que nos ha cambiado la vida.

¡Dios nos ha dado tanto! Nos ha dado su Palabra. Nos dio a María. Nos dio, en la cumbre de todos sus dones, a su Hijo y a su Espíritu. Nos ha dado una historia de fe que nos enorgullece.

Permítanme repasar algunos de esos dones divinos, al menos algunos más recientes, según me lo ha sugerido la memoria de mi corazón:

ü  Aquí, en Guaymallén, nació y vivió Jorge Contreras. Aquí aprendió a sentar a su mesa a los pobres. Aquí maduró su vocación de maestro y de sacedote, vocación que hoy ya se ha hecho eterna. Un maestro de vida.
ü  Desde aquí evangelizó el Siervo de Dios Tarsicio Rubín, amigo de los pobres, de los emigrantes, de Jesús sacramentado y maestro de vida espiritual. Murió solito en una capillita de Jujuy, misionero y pobre. ¿Solito? No, con Jesús su Señor.
ü  Aquí, sus hermanos, los scalabrinianos siguen tendiendo la mano a los hermanos y hermanas que llegan a Mendoza buscando una vida mejor, y que demasiadas veces se encuentran con lo peor que tenemos los mendocinos: discriminación, mezquindad y desprecio por su dignidad de personas, condiciones indignas de vivienda, de trabajo y de vida.
ü  Aquí, en este preciso lugar, el Beato Juan Pablo II nos habló de la paz, y dijo algo que nos enorgullece: que Mendoza es realmente hermosa. Mendoza, añado yo: “tierra de María”.
ü  Aquí, el carisma de los Josefinos de Murialdo, de las Dominicas mendocinas o peruanas, de los padres y religiosas de La Consolata, o de Schoensttat ha educado a generaciones de chicos, enseñándoles a vivir, mostrándoles porqué y para qué se vive.
ü  Desde Guaymallén, la comunidad de padres redentoristas se ha prodigado hacia el desierto lavallino, buscando unir la fe con la justicia para las comunidades que lo habitan.
ü  Muy cerquita de aquí, detrás del Hipermercado, las monjas dominicas, huyendo del mundo y sus seducciones, viven para Dios en el silencio, el trabajo, la vida fraterna y la oración. El pan eucarístico que recibiremos en comunión ha pasado por sus manos, y llega a todas las comunidades católicas de la Diócesis. ¡No es un magnífico don, más hermoso por desapercibido!

¿Quién podría cuantificar toda la energía espiritual de bien que genera esa silenciosa multitud de hombres y mujeres que, movidos por su fe, hacen visible la vida católica de Guaymallén en sus parroquias, comunidades, colegios e instituciones? Dios, que ve en lo secreto, como enseña Jesús, lo sabe y lo recompensa.   

Ahora los interpelo: ¿Por qué no sacan a la luz pública las historias de estos servidores que la fe católica ha ofrecido a la entera sociedad de Guaymallén y de Mendoza, como fruto maduro de la siembra de Dios? Yo he mencionado algunos. La memoria de cada comunidad atesora seguramente muchos más.

Tienen que difundir la memoria de estos servidores de la vida. Valen por mil palabras. Es una tarea que podría acometer el Decanato, sobre todo, el próximo año pastoral en que tendremos que mirar los frutos de la siembra de Dios en nuestra vida diocesana.

Sus testimonios nos van a ayudar a nosotros, especialmente a los más jóvenes, a vivir con alegría nuestra condición de discípulos misioneros de Jesús, en el hoy de nuestro tiempo. A ser genuinamente católicos: testigos de una verdad positiva que colma el corazón de alegría, y hace más humana nuestra vida.  

Es cierto: las circunstancias de sus vidas son distintas a las nuestras. Sin embargo, la fe y la pasión por Jesucristo son siempre las mismas. Son siempre jóvenes. Y hoy, con una sociedad que se seculariza cada vez más, la fe debe ser vivida con mayor frescura, agilidad y sin complejos.

Una fe joven y vigorosa para un mundo que, por una parte, cierra muchas puertas, pero que, por otra, deja abiertas muchísimas y estimulantes posibilidades a la fe cristiana. Siempre está abierta la ventana del alma, cuya nostalgia por Dios, por la verdad, el bien y la belleza son su impulso más hondo.

El hombre de la ciudad secularizada está también sediento de Dios. ¿Encontrará la mano que le tiende el agua viva del Espíritu? La memoria de estos testigos nos podrá ayudar a sumarnos a esa tradición de fe y de gozoso anuncio del Evangelio de Jesús a los hombres.

Esta es una fiesta: la fiesta de la fe, porque el Dios amigo de la vida está presente entre nosotros. Es el Hijo de María, la Purísima. En su Nombre hagamos la acción de gracias. Nos alimentaremos de Cuerpo resucitado y vivificante. 

Así sea. 

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